viernes, 16 de octubre de 2009

Roberto Jiménez Yei

Roberto Jiménez Yei nació en Cádiz, pero en 1968, con diecisiete años, se fugó a Estados Unidos única y exclusivamente para conocer a Bob Dylan. Su mayor problema fue que en la España de la época había más bien poca información sobre Dylan, y por eso cogió un avión a Los Ángeles, previa escala en Londres, cuando Bob Dylan, esto lo sabían bien los lectores de Rolling Stone pero no los de Discóbolo, vivía retirado en Woodstock, estado de Nueva York. Aún así, una vez en Los Ángeles tardó en darse cuenta de su error. Su estrategia inicial fue pegarse a todo aquel que veía con una guitarra, comunicarse con él en un inglés rudimentario y enseñarle un par de canciones españolas que solían gustar más por exotismo que por otra cosa. Así logró sobrevivir bastante tiempo, haciéndose amigo de los miles de aspirantes a músico que ocupaban la ciudad en aquella época, comiendo y durmiendo en comunas hippies, mejorando su inglés y sus conocimientos musicales. Cuando creía que había alcanzado el suficiente nivel de idioma empezó a preguntar a la gente por Dylan. Curiosamente fue un taxista mexicano llamado David Hidalgo el primero que le informó acerca del paradero de su ídolo. “Pero no desanimes”, añadió, “aquí tienes un músico mejor que Dylan, el verdadero gurú de la música moderna, Brian Wilson.”

Por no desanimar, fue a ver a Brian Wilson a una suntuosa mansión en Bel Air. Él mismo le contestó al interfono y le abrió la puerta. Lo recibió en la cocina, comiendo una enorme hamburguesa. No tardó en darse cuenta de que estaba drogado o ido.

“Qué quieres, Phil”, le dijo sin mirarle a la cara.
“No soy Phil, soy Roberto, vengo de España para verte”, mintió.
“Te manda Phil para robarme mis canciones, pero yo ya no tengo canciones, se me ha derretido el cerebro. Phil lo sabe porque él me ha derretido el cerebro.”
“¿Cómo? En serio, tío, mi nombre es Roberto. Si tienes una guitarra a mano te enseñaré un par de canciones españolas.”
“Magnífico. Estoy realmente interesado en las canciones españolas”, dijo Brian rebuscando algo en un cajón de la cocina. De repente alzó la cabeza sonriendo y Yei descubrió que lo que buscaba era un revólver que ahora brillaba en su mano. Antes de oír el sonido del disparo la bala ya había silbado en su oído. Huyó de allí atropelladamente, tropezándose con los muebles y cayendo al suelo varias veces. En el recibidor se dio cuenta de que Brian Wilson no le perseguía, había dejado el revolver en la encimera y continuaba comiendo la hamburguesa con cara de satisfacción. Entonces dejó de correr, se echó las manos a los bolsillos y abandonó la mansión tranquilamente.

Volvió a la comuna en la que había vivido las últimas semanas y dijo a todos que se marchaba a Nueva York, a hablar con Bob Dylan. Dos muchachas jóvenes que habían llegado a Los Ángeles antes que él se ofrecieron a acompañarle, con la única condición de hacer una parada en Chicago. Resultó que una de las chicas tenía coche y al día siguiente ya estaban en San Francisco, pernoctando en una casa del Castro donde vivían más de quince personas. Contó a todos el destino que les llevaba a Nueva York y se les unió un hombre de unos treinta años que decía ser cantante folk. Él también tenía unas cuantas cosas que hablar con Bob, les dijo. Al día siguiente atravesaron Utah sin hablar con nadie, durmieron en el coche y siguieron camino hacia Colorado. En Denver conocieron a un grupo de jóvenes canadienses que preguntaron a Roberto por qué ese interés por conocer a Bob Dylan, a lo que Roberto contestó: “porque me aterran los parquímetros”, y entonces uno de los jóvenes canadienses dijo que se unía a la peregrinación. En Wyoming tuvieron que abandonar el coche: Roberto contaba a todo el mundo el propósito de su viaje y todo el mundo parecía tener cosas que decirle a Dylan. Tras varios días de fiesta en casa de unos universitarios en Cheyenne se dieron cuenta de que el grupo superaba la docena, a lo que Roberto respondió sin problemas: “Iremos en tren de mercancías, como en las viejas canciones de Woody Guthrie”. Pero pronto se dieron cuenta de que esconder a quince personas en un vagón de mercancías no era nada fácil, así que sin desfallecer decidieron ir andando, esta vez sí, como una auténtica peregrinación. Desde ese momento la marcha se ralentizó considerablemente, pero el crecimiento del grupo siguió con su ritmo diario habitual: tras atravesar Iowa a pie ya superaban las treinta personas. En Chicago descubrieron con sorpresa que había gente esperándoles, gente que quería unirse al grupo y que necesitaba hablar con Roberto, como si él y no Dylan fuera el gran líder espiritual, o quizá como si él fuera el representante de Dylan en aquella tierra. Roberto se demoró varios días en Chicago, disfrutando probablemente de la notoriedad que había adquirido. Cuando partieron la siguiente parada importante fue al fin Woodstock.

Después de perderse varias veces en el bosque divisaron la casa que, se suponía, era la de Dylan. La contemplaron respetuosos unos instantes y Yei decidió que para no asustar al ídolo solamente uno de ellos debía acercarse. Él, por supuesto. Llamó a la puerta hasta que se cansó de esperar a que nadie abriera. Probó suerte y resultó que la cerradura no estaba echada. El interior de la casa estaba vacío, aunque la ausencia de polvo le hizo pensar que alguien había vivido allí hasta hacía muy poco. En la cocina encontró un revolver en la encimera, lo que le hizo acordarse de Brian Wilson. Después se dirigió a lo que supuso que sería el dormitorio principal y encontró dos cosas: un periódico local de Woodstock, que anunciaba la llegada de una marea de beatnicks capitaneados por un español para nombrar a Bob Dylan emperador de la revolución de la juventud, o algo así, y un melón sobre la cama, abierto y con una traducción inglesa de Don Quijote incrustada en su interior. El periódico le decía que Dylan sabía de su llegada, probablemente por eso había abandonado la casa. El melón asimismo le pareció inequívocamente una señal para él, por eso el ejemplar de Don Quijote, relacionado probablemente en la mente de Dylan con el pintoresco dato de un español dirigiendo a la masa. Contempló la habitación durante unos segundos y después decidió abandonar la casa por la puerta de atrás, para no dar ninguna explicación a los fieles que aún aguardaban frente al porche una señal suya.

A las pocas semanas de aquello, Yei consiguió trabajo en un club del Greenwich Village, en Nueva York, tocando las mismas canciones españolas que había enseñado a todo aquel que quisiese escucharlas a través de América. Al principió pensó que estaba siguiendo los pasos de Dylan, pero en realidad a partir de ese momento su vida tomó un camino muy diferente: a los meses de estar allí un empresario de Las Vegas le propuso trasladar su espectáculo a su casino y Yei aceptó sin dudarlo. Tras varios años tocando allí acabó casándose con la heredera del empresario, lo que le libró de cualquier preocupación económica. Actualmente es un rico propietario de varios casinos.

Por mi ventana veo pasar unas aves negras que no sé reconocer.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Retorno al pasado



En el año 2002 escribí una novelita de cien páginas que aún no he destruido pero me da vergüenza recordar, se llamaba Retorno al pasado y pretendía ser una novela existencial con reminiscencias del género policíaco. En ella el protagonista, un profesor de instituto insatisfecho con su vida, investigaba el suicidio de su mejor amigo sucedido muchos años atrás, en la adolescencia. Creía tener motivos para sospechar que esa muerte no fue un suicidio, que su amigo podía estar metido en algunos embrollos con gente peligrosa y que, por lo tanto, podría tratarse de un asesinato. Estas pesquisas le llevaban a recordar episodios de su adolescencia y a entrevistarse con gente de su pasado. La obsesión de mi protagonista con aquella muerte debía interpretarse, pensaba yo, como la obsesión con el punto exacto en que acabó su juventud, con el día en que murieron aquellos adolescentes y nacieron estos adultos amargados. Otros personajes del libro, como la esposa del profesor, pensaban que todo se debía al aburrimiento, que mi protagonista quería ver fantasmas donde no los había para intentar crear un hecho reseñable que sacase su vida de la mediocridad. Al final parecía que el profesor iba a descubrir algo, que se estaba acercando a algún tipo de verdad, pero descubrir esa verdad podía resultar peligroso, había gente interesada en que todo permaneciese oculto. Entonces decidía retirarse, obligarse a sí mismo a creer que sus sospechas no eran más que imaginaciones y volver a su confortable vida de mediocridad y aburrimiento.

Por suerte no llegué a mandar la novela a ninguna editorial ni se la di a leer a demasiada gente. No necesito decir que es una novela mala, muy mala. Peor que eso, es una novela poco original; basta con echar un vistazo a la sección de novedades de cualquier librería para contabilizar cuántas novelas actuales tienen “reminiscencias del género policíaco.” Y basta ojear los argumentos de esas novelas para contabilizar, rayando en la vergüenza ajena, cuántas están protagonizadas por profesores de literatura, críticos literarios o escritores mismos. La gente que ha hecho de la literatura su profesión está empeñada en convertirse a sí misma en héroes de esa literatura, en legitimar su forma de vida hasta el punto de querer hacerla el centro de cualquier representación del mundo.

En ese 2002 yo aún estudiaba segundo de Filología Hispánica y guardaba grandes esperanzas en mi porvenir como escritor. Había publicado poemas en revistas del ámbito universitario y ganado algún concurso patrocinado por ayuntamientos de provincias. Mi salto a la prosa estuvo motivado, para qué ocultarlo, por la escasa repercusión de estos pequeños éxitos y la nula retribución económica. Me había pasado toda mi vida pensando en mí como escritor y, ahora que parecía empezar a serlo, aquello no se parecía en nada a lo que había imaginado. Espero que no se me juzgue muy severamente por esta motivación tan poco literaria (juzguen en cualquier caso a mi yo de veinte años, como ahora yo mismo hago desde esta extraña perspectiva que da el tiempo). Estudiaba segundo de Filología, digo, y estaba sin saberlo, al menos conscientemente, escribiendo una pequeña profecía con mi historia de un profesor amargado. Porque debo decir que actualmente soy un profesor relativamente amargado, aunque entonces yo quería ser escritor y sentía mi destino de escritor con todos los huesos de mi cuerpo. Para los estudiantes de Filología que se sienten a sí mismos como escritores con todos los huesos de su cuerpo siempre existe el fantasma, allí al final de los años de exámenes y correrías, de las oposiciones a secundaria. Todos se matriculan en la carrera sabiendo que el final más lógico de sus estudios es acabar dando clases, ya sea en institutos, ya en la universidad, pero todos creen que ellos podrán escaparse de ese destino gracias a su genio de escritores. En ese momento fue una suerte no creer en interpretaciones psicoanalíticas de la literatura, porque si no habría tenido que enfrentarme con una sospecha que afloraba en aquello que estaba escribiendo: que mi calidad como escritor no era suficiente para salvarme, que, pese a mis poemas y mis premios de provincia, estaba condenado a acabar ganándome la vida en un instituto, que mi obra era una obra mediocre. Se me ocurre de esta forma que yo estaba escribiendo lo que iba a ser mi vida antes de vivirla, que estaba prefigurando cómo mis mayores temores iban, uno tras otro, a acabar convirtiéndose en realidad. Creo que nadie en la historia de la literatura ha hecho algo así, de modo que, si he de reservarme alguna gloria por mi corta obra, ésta puede ser la de iniciar un nuevo tipo de autobiografía, la biografía profética o futura.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Noches de cocaína

Reconozco que, como tanta gente, me he apuntado tarde al carro de J. G. Ballard. No después de su muerte, que ya comenté aquí, sino un poco antes, a raíz de esta bonita exposición en el Macba, que hizo que, sin haber leído una sola línea suya, acabara declarándome fan incondicional.

La semana pasada terminé de leer Noches de cocaína, el primer libro de una trilogía ambientada en las costas europeas en los últimos años del siglo XX. El escritor de guías de viajes Charles Prentice llega a la Costa del Sol para intentar ayudar a su hermano, director del club náutico de Estrella de Mar, una urbanización residencial para ingleses que vegetan perpetuamente amodorrados por el sol y la sangría, que ha sido acusado de un cuádruple asesinato tras el extraño incendio de una mansión del residencial. Pronto Charles descubre que ni siquiera la policía española cree que su hermano sea el autor del incendio, pero éste insiste en declararse culpable. Investigando sobre la naturaleza del crimen y sobre qué motivos han podido llevar a su hermano a tal confesión, acabará descubriendo en realidad el mundo oculto de Estrella de Mar, un mundo con una extraña moral infectada de crímenes, cocaína y sexo violento.

Al principio el libro no parece un libro de Ballard: primero porque sucede en el presente y no en un futuro distópico, y segundo porque en sus primeros compases el argumento remite más a una novela negra tipo Raymond Chandler que a la ciencia ficción esperable… Llegado un determinado momento, sin embargo, un mundo sumergido estalla en nuestras caras y acabamos preguntándonos si lo que la novela está contando, aunque suceda en 1999, no es en realidad el futuro, nuestro irremediable futuro, o si acaso es ya nuestro presente, igual que todos los monstruosos futuros narrados por Ballard son disecciones de nuestro presente. Justo cuando eso sucede olvidamos también que la novela había arrancado con las pesquisas de un asesinato para quedar fascinados en la exhibición de un mundo enfermo.

Esa fascinación por lo oscuro es clave en la obra de Ballard: la sociedad que nos describe es una sociedad enferma, pero no podemos quitar los ojos de ella. Podemos interpretar Noches de cocaína, como Bienvenidos a Metrocentre y otras cuantas, como una crítica a la sociedad de consumo actual, que se va ahogando en una moral cada vez más hedonista, y podemos también ver en su argumento una tesis que aboga por la necesidad que la sociedad tiene del crimen para estar despierta, de corromperse para explotar todas sus posibilidades. Lo realmente importante y ballardiano es que el autor en ningún momento es capaz de decantarse por ninguna de estas dos posturas, sino que se mueve entre la fascinación morbosa y el escándalo moralista, Al final el narrador de la obra se va confundiendo cada vez más con la perversión del entorno, hasta dilucidar que quizá ese es el camino adecuado.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Parking

Esta exposición encuentra su origen en un accidente de tráfico que el artista tuvo en 2009: “Mi coche quedó siniestro total y, como no tenía seguro, me vi obligado a vivir sin vehiculo durante casi un año. Me movía por la ciudad caminando y usando el transporte público. A veces, veía en la calle aparcamientos libres y me acordaba de lo difícil que es aparcar aquí, por lo que lamentaba no tener mi coche para hacer uso de ese privilegiado descubrimiento. Entonces empecé a fotografiar esos aparcamientos vacíos. Caminaba siempre con la cámara encima y cada vez que descubría un hueco donde habría cabido mi coche lo fotografiaba como forma de llevarlo conmigo. En cierto modo estas fotografías son pruebas de que yo encontré aparcamiento, aunque no me hiciese falta porque no tenía coche.”

Más que eso, nos parece que al fotografiar esos aparcamientos vacíos el artista está radiografiando la obsesión del hombre moderno por ocupar un lugar, por estar en algún sitio. La ciudad abarrotada es el símbolo de la masa social, por lo que aparcar en ella supone encajar en esa masa. La multitud es como un líquido que tiende a ocupar la mayor superficie posible. Estos espacios aún no ocupados, eternizados gracias a la fotografía, son entonces la resistencia, la conservación de algo original y previo a la masa. La única individualidad posible es el vacío.

martes, 1 de septiembre de 2009

Septiembre

Con quince años estuve una vez en el monte, disparando a botellas de cerveza con la pistola que un amigo había robado a su padre policía. De repente apareció de entre los árboles un perro enrabietado, supongo que también asustado por el ruido que hacíamos, que se dirigió directo a mí y me mordió en la pierna. Fue uno de esos instantes en los que el tiempo parece detenerse; yo observaba al perro enganchado a mi carne y una mancha de sangre que poco a poco crecía en el pantalón. Muchas cosas se me pasaron por la cabeza entonces, pero al final acabé disparando en la nuca al perro, que por fin me soltó y cayó fulminado. Entonces sentí de golpe todo el dolor del mordisco y también me dejé caer. Sentado sobre la tierra, con el perro agonizante entre las piernas, con la sangre de mi herida mezclándose con la sangre de su herida, creo que nunca he sentido tanta conexión con algo, nunca me he sentido tan cerca de otro ser vivo (curiosamente aquel ser vivo que estaba dejando de serlo), ni en tanta armonía con el mundo.

martes, 5 de mayo de 2009

Los niños son idiotas (Apunte de literatura juvenil)


Últimamente me ha dado por pensar en el tema de la literatura juvenil. Al instituto nos llegan a veces libros de este supuesto género, susceptibles, según las altruistas editoriales que los envían, de ser lecturas para clase. Y la verdad es que nunca me gusta ninguno. Obviamente no tengo la clave para escribir este tipo de literatura, si la tuviera ya me habría hecho rico, pero creo detectar una serie de pautas que me molestan en ellos. Básicamente, divido la “mala” literatura juvenil en dos tipos de autores: los que creen que los adolescentes y los niños son tontos, y por lo tanto escriben como si se dirigiesen a tontos, y los que creen que los niños y adolescentes son de otro planeta, y por lo tanto escriben como si se dirigiesen a seres de otro planeta.

Los segundos, los de los niños son marcianos, pecan de creer que a los jóvenes no les interesa nada del mundo de los adultos, y por lo tanto escriben cosas ajenas a este mundo. Esto les lleva a creer que hay temas específicos de la literatura juvenil, temas que posiblemente sólo interesen a los niños, lo cual provoca primero que hasta sus potenciales lectores los consideren infantiles, porque si algo he comprobado en este tiempo es que los niños no quieren leer cosas que parezcan literatura de niños, y segundo que a ojos de una persona adulta estos libros acaben dando un poco de vergüenza ajena. Pero ¿realmente existen temas exclusivos de la literatura juvenil? Rotundamente no. Hay temas de la literatura de siempre que suelen interesar más en la adolescencia, véase el compañerismo y su reverso la soledad, la libertad, la rebeldía… Temas que igual aparecen en Rebeldes, novela que me encanta por cierto (y no he visto la peli), que en El Quijote. Esto viene a decir que la buena literatura juvenil es buena literatura y punto. Rimbaud es un poeta adolescente, pero quien no disfrute leyéndolo con cincuenta años es un necio.

Los primeros, por su parte, suelen tratar los temas eternos de la literatura, véase amor, muerte, etc, desde una perspectiva simplona que raya el moralismo barato. El problema no es que sean edulcorados, que muchas veces lo son, y pasen de puntillas y con mojigatería por temas espinosos como la sexualidad o la muerte (en ningún libro juvenil en español he leído, por ejemplo, la palabra follar, como si a los jóvenes se les fuesen a caer los ojos por leerla o fuesen a pensar más en follar de lo que ya pensaban antes o, qué sé yo, fuesen a convertirse en terribles psicópatas. Sí la he leído en El guardián entre el centeno, libro que supongo se pueden considerar literatura juvenil, o al menos que entra en lo que a mí me gustaría que fuese la literatura juvenil). El problema es que estos libros creen en la obligatoriedad de ofrecer respuestas continuamente, como si estuviese permitido escribir sobre la muerte para jóvenes, pero hubiera que ofrecerles una respuesta frente a este tema, una tesis: “La muerte es parte de la vida, hemos de aceptarla,” como si acaso los adultos fuésemos capaces de aceptar la muerte, como si acaso los adultos tuviéramos alguna respuesta real frente a cualquier cosa. Sospecho que lo que estos autores creen es que a los niños hay que educarlos continuamente, que la única función de la literatura juvenil es la de formar personas mayores, y por tanto, se les debe adoctrinar en base a ciertos valores, debemos ayudarles a ser personas sanas, sin traumas ni tristezas, cuando precisamente, y perdonadme el romanticismo, yo creo que la literatura son los traumas y las tristezas. La literatura no es pedagogía, no tiene respuestas para nada, sólo preguntas y más preguntas. Por eso la literatura juvenil que me gusta(ría) es radicalmente antisocial, una literatura que hable antes de terroristas que de ciudadanos, subversiva, en definitiva, contra un mundo construido por los adultos y al que, por naturaleza, todo adolescente se enfrenta.

lunes, 20 de abril de 2009

J.G. Ballard

Ahora que ha muerto JG Ballard todos los blogs del mundo van a colgar este credo personal suyo a modo de homenaje. Me da igual, no tengo intención de ser original, me parece hermoso y no está el horno para escribir otros bollos.


Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, liberar la verdad que hay en nosotros, alejar la noche, trascender la muerte, encantar las autopistas, congraciarnos con los pájaros y asegurarnos los secretos de los locos.

Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de un choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de una playa de vacaciones desierta, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.

Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.

Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher, en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.

Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.

Creo en la muerte del mañana, en el acabamiento del tiempo, en la búsqueda de un tiempo nuevo en las sonrisas de las mozas de los bares de las rutas y en los ojos cansados de los controladores de tráfico aéreo en aeropuertos fuera de temporada.

Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.

Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.

No creo en nada.

Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.

Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en lo absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en las intenciones asesinas de la lógica.

Creo en las adolescentes, en la corrupción que hay en ellas sólo por la postura de sus piernas, en la pureza de sus cuerpos desaliñados, en los rastros que sus partes pudendas dejan en los baños de moteles miserables.

Creo en el vuelo, en la belleza del ala, y en la belleza de todo lo que alguna vez haya volado, en la piedra arrojada por un niño pequeño que lleva en sí misma la sabiduría de los estadistas y de las parteras.

Creo en la amabilidad del bisturí, en la geometría sin límites de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la locuacidad de los planetas, en la redundancia de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y el aburrimiento del átomo.

Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.

Creo en la no existencia del pasado, en la muerte del futuro, y en las infinitas posibilidades del presente.

Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.

Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.

Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.

Creo en los próximos cinco minutos.

Creo en la historia de mis pies.

Creo en las migrañas, el aburrimiento de las tardes, el temor a los calendarios, la traición de los relojes.

Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.

Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.

Creo en la muerte de las emociones y el triunfo de la imaginación.

Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.

Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento.

Creo en el dolor.

Creo en la desesperanza.

Creo en todos los niños.

Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.

Creo en todas las excusas.

Creo en todas las razones.

Creo en todas las alucinaciones.

Creo en toda la rabia.

Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías y evasiones.

Creo en el misterio y la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Homenaje



No cito palabras exactas, pero viene a ser más o menos así:

En una de sus habituales diatribas contra las clases a las ocho de la mañana, Pepe Perona dijo una vez que la filología era una ciencia de leer bajo el flexo, hecha de noche, soledad y silencio, de café y humo de tabaco.

Esa fue la primera vez que sentí que quizá sí tenía vocación de filólogo, que no había llegado a aquellas aulas dando tumbos desorietado, que quizá aquél era mi sitio.

También yo prefiero la noche, prefiero el silencio.


sábado, 7 de marzo de 2009

Por mudanza y otros tipos de infiernos inmobiliarios no me he puesto a escribir desde hace tres semanas. En cuanto las cosas se asienten, este blog debería retomar su ritmo habitual.

En cualquier caso, he pensado en utilizar el parón para comenzar de forma distinta, intentar darle un rumbo nuevo a esto.

Hacia dónde no lo sé, pero un rumbo nuevo.

martes, 10 de febrero de 2009

Original


El otro día estaba viendo fotos de Tassili n’Ajjer y se me ocurrió un relato ambientado en el Sahara que no creo que cuelgue aquí porque es descaradamente borgiano. Se trata de un libre plagio de un cuento de Las mil y una noches, y creo que es por eso que ha acabado resultando descaradamente borgiano.

Curiosidad número uno: me molesta copiar a Borges pero no copiar Las mil y una noches (quizá el mundo no necesita más imitadores de Borges y sí más relatos de aventuras).

Curiosidad número dos: cualquier cosa de Las mil y una noches me recuerda a Borges. Leo Las mil y una noches como si fuesen obra de Borges, no puedo evitarlo.

Esto, claro, se relaciona con aquel ensayo de Borges sobre los precursores, sobre cómo cada escritor elige a sus predecesores e incluso les influye, influye en la lectura que nosotros haremos de gente que nació un siglo antes que ellos.

(Ejemplos de Borges para ilustrar esta tesis: Kierkegaard, León Bloy o Robert Browning son kafkianos aun siendo anteriores en el tiempo a Kafka. Kafka influye en nuestra lectura.)

Borges escribió Las mil y una noches mil años antes de nacer Borges.


El otro día empaquetando libros descubrí una nota mía de hace un millón de años. Creo que es de cuando leía a Harold Bloom y a los deconstructivistas norteamericanos, de cuando Harold Bloom era un deconstructivista norteamericano, por aquello de la angustia de influencias, etc. Dice así:

La evolución de las especies se produce a través de las mutaciones, es decir, a través de individuos enfermos que perpetúan su genética sobre la de los demás.

La evolución del arte se produce a través del error. La originalidad es la copia mal hecha que acaba perpetuándose.

Lo curioso de todo esto es que no estoy muy seguro de pensar eso, ni siquiera estoy seguro de haberlo pensado alguna vez. ¿Por qué lo escribí? Quizá porque tenía ritmo, porque aparentemente tenía un sentido.

Ahora mismo escribo todo esto porque no me da la gana de colgar mi relato.

Y punto.

domingo, 1 de febrero de 2009

Mil años



Pues anoche estaba yo con unos viejos amigos cenando y bebiendo y hablando de cosas de esas de las que hablan los viejos amigos, cuando a alguien, maldito, se le ocurrió sacar fotos de hace mil años y allí estaba yo, con el pelo largo, una camiseta de Nirvana y una sonrisa de idiota que me hizo, de tan tierno, caerme bien al instante. Después de los típicos mira éste, cómo ha engordado, o éste está mejor ahora, qué pintas, y de recordar durante un rato las penurias que pasábamos por todo y lo importante que era todo, lo jodidamente importante que era sobre todo la amistad, más que la familia, los estudios, el dinero o cualquier mierda, después de todo eso los demás pasaron a otro tema de conversación menos melancólico y yo me quedé con la foto entre las manos, mirándome y pensado que yo era un tío simpático con dieciocho años, y pensando también que en casa no tengo fotos mías con dieciocho años, que en mi vida habré tenido unas diez cámaras y habré hecho un millón de fotos que nunca han atestiguado mi pasado, que para encontrar esos pedazos de historia tengo que ir a casas de amigos. M. debió de verme tristón y se me sentó en las rodillas y me dijo al oído no te preocupes, si tú eres de los que han mejorado con los años, y yo le di un inocente beso en el cuello, inocente porque para mí estaba cargado de obscenidad y para ella era el beso de un amigo tristón que le estaba diciendo tienes razón, debo de estar entrando en una de esas crisis menopáusicas, inocente porque yo sabía que era imposible y sin embargo pretendía que ella se diese cuenta a través del beso de que no quería que se levantase de mis rodillas, de que le quería abrir la camisa y besarle igual los pezones y el vientre. Entonces esa distancia de eones entre lo que yo deseaba y lo que en realidad estaba transmitiendo a M., mi vieja amiga intentando animarme, me hizo sentirme melancólico, esta vez sí, melancólico de verdad, incomunicado entre aquella gente que me conocía desde que tenía el pelo largo y una sonrisa tierna e idiota. Así que esperé a que M. dejase de decirme cosas amistosas y sólo amistosas en el oído, apuré mi copa de un trago, me levanté y me dispuse a irme en ese preciso momento, pensando en buscar a cualquier otra mujer que no me conociese desde hacía mil años y que fuese capaz de interpretar mis besos como monstruosamente obscenos, cuando alguien que me vio gritó sonriendo que hacía lo mismo que siempre, me escabullía de la fiesta cuando nadie se daba cuenta. No pude sino decir sonriendo que no había cambiado nada.

En la calle llamé a R., otro viejo amigo al que sin embargo mis viejos amigos nunca llaman, supongo que por su vida más bien disoluta y su afición, entre otras cosas, a la cocaína. R siempre está contento de hablar conmigo porque una vez fui un fiel compañero de juergas. Me citó en un bar donde, dijo, ya llevaba horas bebiendo, nos sentamos frente a frente y seguimos, una copa tras otra. De vez en cuando R. se levantaba para ir al aseo a esnifar, y cada vez que lo hacía me preguntaba si yo no quería, hay un tipo de gente que necesita compartir sus vicios para sentirse menos culpable. R. no me habló del pasado, no me habló de cómo éramos hace un millón de años, en lugar de eso disertó sobre estúpidos negocios con los que va a ganarse la vida, todos ilegales y bastante absurdos, contrabando de nosequé, reventa de nosecuántos, robar a nosequién... Pensé con desprecio que R. no habla del pasado porque sigue allí, sigue siendo igual que cuando teníamos dieciocho años, aunque después de formular estas palabras deseé seguir yo también allí, en el pasado, no en sus dieciocho años, que son los dieciocho de un tonto, sino en los míos, más plácidos y felices. Cuando me cansé de escucharle le corté bruscamente, le dije vámonos de putas, y él se estuvo riendo un buen rato para incomodidad mía, riendo a carcajadas sordas y desagradables, hasta que al final me contestó que no, que ya no quería hacer esas cosas. Buena parte de mis teorías de aquella noche se desmoronaron. Esperé el tiempo suficiente para no quedar mal, terminé la copa y me fui.

Estuve un buen rato en la puerta de un club de alterne. Nunca había entrado solo en uno, no quise hacerlo. Me marché.

Era ya de día cuando he entrado en casa, y aún así la luz no ha impedido que fuese tropezando con los muebles. Me siento en la cocina y abro una cerveza, la última, me digo, y saco el móvil e intento escribir un mensaje de texto para M., primero escribo tú también has mejorado con los años, pero luego pienso que a M, no le interesa saber eso a las ocho de la mañana, así que borro y tecleo: No te levantes de mis rodillas, quiero seguir besándote pero antes de terminar ya sé que estoy muy borracho y que no voy a enviar ese mensaje. Apago el móvil y pienso que esta noche he atravesado demasiadas puertas, que ya estoy cansado de atravesar puertas y entrar en habitaciones en las que nunca encuentro a nadie. Entonces me levanto y me doy cuenta de que estoy aún más borracho, cojo libreta y bolígrafo como hace mucho tiempo y me pongo a escribir con la luz de este amanecer. Escribo para M. aunque no emplee la segunda persona. Le digo: “Pues anoche estaba yo con unos viejos amigos…” y sé que cuando termine no quedarán más puertas y seguiré solo, que M. leerá esta carta y pensará que es otro cuento, ficción inofensiva con la que intento ganarme la vida, y que, en cualquier caso, M. es otra M., que soy un viejo amigo y nada de lo que escriba hay que tomarlo en serio. Se me ocurre entonces que la única forma de hacer real este cuento, la única forma de que M. entienda lo que quiero decir, es rubricarlo con una buena firma, darle un punto y final que haga ver que es algo más que literatura, saltar por esa ventana por ejemplo, coger carrerilla, cerrar los ojos y esperar que el beso del suelo me devuelva la sonrisa de hace mil años.


sábado, 24 de enero de 2009

Dos



(Venimos de aquí)

2

Anoche ví a Escritor Famoso por la tele. Fue en uno de esos programas culturales de la madrugada que casi nadie ve, estaba cambiando de canal intentando dormirme con las teletiendas o encontrar porno en alguna local cuando lo ví, con las gafas de sol puestas y aplastando cigarros como Bob Dylan en el año 65. Hablaba como si estuviera en el lado salvaje de la vida, “fuego sordo”, decía, y no pude sino pensar que todos los hombres somos patéticos, imitando fachadas que hemos visto en algún lugar para esconder nuestro vacío, sin comprender que esas fachadas copiadas son realmente el vacío, el más intenso de todos los vacíos. Pensé también que Escritor Famoso no habría escuchado un disco de Bob Dylan en toda su vida, y eso me molestó.

Esta mañana le he llamado por teléfono:

- Anoche me imitabas por la tele. Esa forma de hablar tras las gafas de sol, esa forma de aplastar los cigarrillos… Ése soy yo. Estabas imitando mi estilo.
- ¿Estilo? ¿De qué me estás hablando, hombre? ¿Por salir fumando en televisión crees que imito tus estúpidos gestos? ¿Eres la única persona en el mundo que fuma?
- Soy la única persona en el mundo que apaga los cigarrillos así.
- Estoy alucinando, de tanto intentar comportarte como un tío raro has acabado convirtiéndote en un tío raro y demente.
- No sólo creo que imites mis gestos. Quiero leer la novela. Es decir, quiero leer las partes que has escrito tú. Estoy seguro de que también me imitas al escribir, de que esa novela es más mía que tuya

Me ha colgado.


lunes, 19 de enero de 2009

Hábitos extraños



Con algo de retraso, respondo al juego propuesto por el gran Güilloboy. Cinco extraños hábitos que tengo:

1. En los restaurantes siempre me siento de cara a la puerta de entrada. Si por cualquier cosa me veo obligado a sentarme de espaldas, me pongo nervioso y de mal humor. Lo peor de esta manía es que hace dos años descubrí que a mi padre le pasa exactamente igual, y nunca nos lo habíamos contado. La neurosis está en los genes.

2. Siempre leo varios libros a la vez. Esto es normal, supongo, aunque yo tengo la mala costumbre de ir dejándolos todos por cualquier parte: la cocina, el cuarto de baño, debajo del asiento del coche... Todo pasa mientras me agacho a coger los libros que caen de mis bolsillos.

3. Tomo la coca-cola con mucho hielo. Me gusta aguada. Esto me convierte en un ser humano despreciable, lo sé.

4. Éste es un hábito viejo, que enfurece a Marta y que ha propiciado abundantes bromas sobre mi persona y mi sex appeal: siempre duermo con calcetines, incluso en agosto. Puedo prescindir del pijama, no de los calcetines.

5. Ya no escucho música cuando escribo. Antes sí, siempre, ponía Kind of Blue, por ejemplo, e intentaba apropiarme de su ritmo. Imitaba la bobalicona imagen del escritor bohemio, fumando y escuchando jazz mientras teclea. Ahora nada, silencio absoluto. Necesito mi propio ritmo, supongo.

Se supone que debo designar a cinco bloggers más para que sigan el juego, pero no me gusta mucho dar órdenes, así que si a alguien de entre mis fieles lectores le parece divertido y le apetece, espero que se sienta libre de publicar su cinco hábitos extraños, en comentarios o en su blog. Yo desde luego me lo he pasado pipa redactándolos.

miércoles, 7 de enero de 2009

Atraco


Una vez sufrí un atraco, aunque no debería usar esa palabra porque no creo que se ajuste realmente a lo que me sucedió. Por atraco imaginamos a un individuo armado que amenaza a otro para que le dé algo que lleva encima. En esta situación, el atracado siempre tiene la posibilidad de elegir: resistirse o entregar lo que le piden, intentar ser un héroe o actuar como un cobarde, ser calculador y sopesar el riesgo con las pérdidas o ser imprudente e impulsivo. Yo, sin embargo, no tuve elección alguna, porque no tuve tiempo de darme cuenta de que me estaban atracando. Digamos entonces que sufrí un asalto. Era tarde, alrededor de las tres de la madrugada, salía de casa de unos amigos donde había estado cenando y bebiendo y charlando agradablemente. Llevaba tres libros bajo el brazo, uno prestado por mi anfitrión y los otros dos devueltos por éste. De repente me golpearon en la nuca con algo (un hierro, un bate, una porra, imposible saberlo ya), con tal fuerza que caí de bruces. Una vez en el suelo me dieron una patada en la cara que me rompió dos dientes y me hizo perder el conocimiento (Días después el dentista me colocó dos prótesis donde aún sangraba la herida, lo que hace que a día de hoy mis incisivos se vean ennegrecidos). Cuando desperté estaba solo en la calle, los atracadores me habían dado la vuelta y dejado boca arriba. Se habían llevado la cartera que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta, el reloj y el móvil. Dejaron los tres libros. Eran los Cuadernos de Valéry, La subasta del lote 49 de Pynchon y Bartleby y compañía de Vila-Matas. Lo primero que hice al levantarme fue recogerlos, como el adolescente que se cae con todos los papeles del instituto delante de sus compañeros, después me dí cuenta de que me habían robado. Desde entonces esos tres libros me recuerdan el atraco. Sé que todo es azar, que no hay vínculo posible entre ellos y la mala suerte, pero no puedo evitar preguntarme si todo habría sucedido igual si hubiese llevado otros libros, si al unirse los tres bajo mi brazo no conjuraron algún tipo de energía que provocó la desgracia. Sé que es absurdo, y sin embargo no puedo evitar pensar que si, por ejemplo, en vez de haber tomado los Cuadernos de Valéry hubiese elegido otro libro, más del agrado de mi anfitrión, me habría entretenido unos minutos hablando con él de ese libro y mis agresores hubiesen pasado de largo en su ronda nocturna. Los he releído buscando alguna señal, algún indicio del atraco en sus páginas, sé que es imposible y aun así no los puedo leer de otra forma. A veces me pregunto también si los atracadores sabían qué libros eran, si antes de darme la vuelta y echar mano a mi cartera se detuvieron a curiosear los títulos y convinieron que no los necesitaban, si conocían a los autores o creyeron que me había merecido los golpes por ellos. Me hubiese gustado, para dar más sentido a todo esto, llevar uno de Raymond Chandler.

lunes, 5 de enero de 2009




A los ojos de un parisino de verdad debía de parecer un idiota mirando la nieve embobado, pero yo no me sentía para nada idiota porque aquella era la primera vez que veía nevar, y porque además conmigo había un alemán y un sueco mirando también embobados (desconozco las razones por las que aquellos dos no se sentían idiotas). Permanecíamos los tres sin hablar, mirando al cielo y bebiendo latas de cerveza caliente en la puerta del edificio donde tenía alquilada una habitación y donde casi todo el mundo era extranjero. Se nos acercó un chico de mi edad, bajo, moreno, con el pelo como Bob Dylan en 1975, con una camisa bien planchada que no pegaba con el pelo y con unas bolsas de papel de McDonald. Después de observarnos a los tres unos segundos pareció fijarse exclusivamente en mí.

- ¿Italiano?- Me preguntó.
- No, español.
- Es lo mismo, vente a mi habitación a hablar de fútbol.

Sin decir nada más entró al edificio y yo le seguí sin despedirme de mis silenciosos compañeros nórdicos. La verdad es que me apetecía hablar de fútbol y de todos modos tenía que coger más cerveza.

Una vez en su habitación descubrí que ésta era igual de miserable que la mía, aunque la había organizado de forma que parecía habitable, casi acogedora. No sabría explicar qué me produjo esta sensación: quizá era la pared empapelada con un color madera, quizá la pequeña alfombra a los pies de la cama… Me ofreció una de las bolsas de McDonald, dentro había un menú infantil, “los españoles también cenáis tarde, como los italianos.” Y dicho esto abrió la suya, que también contenía un menú infantil, y se puso a cenar a las dos de la mañana.

Se llamaba Francesco, era de Sicilia, aunque había pasado los cuatro últimos años viviendo en Milán. Decía que había llegado a París huyendo de un desengaño amoroso, pero a mí nunca me pareció un tipo que pudiera sufrir por amor y ni mucho menos un tipo que huyera. Hablamos un poco de fútbol, era rossonero hasta la muerte, me dijo que el Milán era mucho mejor club que el Real Madrid y se decepcionó cuando no intenté contradecirle, porque el Real Madrid me daba igual.

- No entiendo como puede haber un español que no sea del Real Madrid, si es lo más grande que tenéis. Es como si yo, siendo italiano, me hago del Nápoles.
- Es que deberías ser del Nápoles, o por lo menos del Palermo, que son mucho más simpáticos que el Milán.

No entendía el calificativo simpático aplicado a un equipo. Era obvio que teníamos diferentes visiones del fútbol. Cambiamos de tema.

Después de un rato hablando, justo en uno de esos intervalos en una conversación en los que un tema parece agotado y aún no ha surgido el siguiente que le dará relevo, abrió un cajón de su escritorio y me lanzó lo que parecía un trozo de corteza de árbol envuelto en papel de aluminio.

- ¿Y esto?- le pregunté después de morderlo y comprobar que efectivamente era un trozo de corteza de árbol.
- Se suponía que iba a ser hachís- Él no dijo hachís, lo dijo en inglés, hash.- pero me engañaron. Aún no sé dónde comprar buenos porros en esta ciudad. Fui a la Place des Innocents, al lado del metro Châtelet, porque un amigo que decía que conocía París me dijo que había comprado allí, pero sólo había argelinos de quince años montando en skate. Aún así le pregunté a uno y me dijo que sí, que me lo traía enseguida. A los cinco minutos volvió con eso diciéndome, treinta euros, rápido que viene la policia, les flics, les flics, cuando le pagué me lo dio y me dijo que corriera, me monté en el metro y, claro, no abrí esta mierda hasta llegar aquí. Ese es el problema de no conocer bien una ciudad. Amigo mío, tenemos que aprender dónde se mueve de verdad la droga en París.

Me limité a encogerme de hombros, dando a entender que no tenía ni idea de cómo empezar, mientras por dentro reflexionaba sobre varias cosas que Francesco acababa de decir: me preguntaba cual sería el término correcto para decir hachís en francés, quizá era hash como en inglés, pero si queríamos comprarlo tendríamos que aprender otra palabra más coloquial, si decíamos “hachís” nos iban a tomar siempre por turistas; e intentaba memorizar la palabra que había utilizado para llamar a la policía, les flics, esa sí que era una buena palabra coloquial a la que podíamos sacar partido. Como vio que no contestaba, Francesco continuó hablando o reflexionando en voz alta.

- A grandes males, grandes soluciones. Vamos a ir a buscar la droga a la boca del lobo. In Bocca Al Luppo, my friend.

Saint Dennis era el primer barrio de París que me habían aconsejado que no visitara de noche. Su arquitectura es lo más parecido a las torres de Baltimore que aparecen en The Wire, pero claro, yo entonces no pensaba eso porque aún no había visto The wire. Una vez allí empecé a sentirme como el típico blanco despistado que se interna en los guetos de los negros en una película americana. La gente nos miraba con una sonrisa que a mí me parecía que decía: “cuando menos lo esperéis, quizá mientras estáis mirando mi estúpida sonrisa, os vais a llevar una puñalada por detrás, o un botellazo en la cabeza.” Al final llegamos a un parque en el que había un grupo de jóvenes, todos negros, sentados sin que pareciesen hacer nada en concreto. Francesco, que simulaba estar muy resuelto aunque yo tenía la impresión de que cada gesto suyo rechinaba en aquel ambiente, preguntó directamente “¿dónde se compra aquí hachís?”

Los negros comenzaron a reír entre ellos y a comentar cosas en algo que supongo que era francés, pero que yo no entendía. Entonces, uno dijo:

- Dadme a mí el dinero que yo os traigo.

Francesco no dudó un instante y le entregó todo el dinero que llevaba. Yo ya estaba pensando que había que despedirse de ese dinero. Entonces el que había hablado se fue y los demás se levantaron del banco y nos rodearon. Encima de robarnos nos iban a pegar, por tontos, porque había que ser muy tontos. Después de unos minutos eternos, sin embargo, el del dinero volvió con un paquete. Se lo entregó a Francesco y éste lo abrió allí mismo. Esto sí era hachís.

- Vosotros vais a la Universidad ¿verdad?- Nos dijo entonces el que había traído el paquete.
Francesco y yo nos miramos.
- Se supone, sí.
- De vez en cuando.
- Es por si podíais ayudarme a vender esto por allí, con comisión para vosotros, por supuesto.- Y nos entregó otro paquete, más grande, mucho más grande que el que acabábamos de pagar.

Y así es como encontré mi primer trabajo en Francia.