lunes, 5 de enero de 2009




A los ojos de un parisino de verdad debía de parecer un idiota mirando la nieve embobado, pero yo no me sentía para nada idiota porque aquella era la primera vez que veía nevar, y porque además conmigo había un alemán y un sueco mirando también embobados (desconozco las razones por las que aquellos dos no se sentían idiotas). Permanecíamos los tres sin hablar, mirando al cielo y bebiendo latas de cerveza caliente en la puerta del edificio donde tenía alquilada una habitación y donde casi todo el mundo era extranjero. Se nos acercó un chico de mi edad, bajo, moreno, con el pelo como Bob Dylan en 1975, con una camisa bien planchada que no pegaba con el pelo y con unas bolsas de papel de McDonald. Después de observarnos a los tres unos segundos pareció fijarse exclusivamente en mí.

- ¿Italiano?- Me preguntó.
- No, español.
- Es lo mismo, vente a mi habitación a hablar de fútbol.

Sin decir nada más entró al edificio y yo le seguí sin despedirme de mis silenciosos compañeros nórdicos. La verdad es que me apetecía hablar de fútbol y de todos modos tenía que coger más cerveza.

Una vez en su habitación descubrí que ésta era igual de miserable que la mía, aunque la había organizado de forma que parecía habitable, casi acogedora. No sabría explicar qué me produjo esta sensación: quizá era la pared empapelada con un color madera, quizá la pequeña alfombra a los pies de la cama… Me ofreció una de las bolsas de McDonald, dentro había un menú infantil, “los españoles también cenáis tarde, como los italianos.” Y dicho esto abrió la suya, que también contenía un menú infantil, y se puso a cenar a las dos de la mañana.

Se llamaba Francesco, era de Sicilia, aunque había pasado los cuatro últimos años viviendo en Milán. Decía que había llegado a París huyendo de un desengaño amoroso, pero a mí nunca me pareció un tipo que pudiera sufrir por amor y ni mucho menos un tipo que huyera. Hablamos un poco de fútbol, era rossonero hasta la muerte, me dijo que el Milán era mucho mejor club que el Real Madrid y se decepcionó cuando no intenté contradecirle, porque el Real Madrid me daba igual.

- No entiendo como puede haber un español que no sea del Real Madrid, si es lo más grande que tenéis. Es como si yo, siendo italiano, me hago del Nápoles.
- Es que deberías ser del Nápoles, o por lo menos del Palermo, que son mucho más simpáticos que el Milán.

No entendía el calificativo simpático aplicado a un equipo. Era obvio que teníamos diferentes visiones del fútbol. Cambiamos de tema.

Después de un rato hablando, justo en uno de esos intervalos en una conversación en los que un tema parece agotado y aún no ha surgido el siguiente que le dará relevo, abrió un cajón de su escritorio y me lanzó lo que parecía un trozo de corteza de árbol envuelto en papel de aluminio.

- ¿Y esto?- le pregunté después de morderlo y comprobar que efectivamente era un trozo de corteza de árbol.
- Se suponía que iba a ser hachís- Él no dijo hachís, lo dijo en inglés, hash.- pero me engañaron. Aún no sé dónde comprar buenos porros en esta ciudad. Fui a la Place des Innocents, al lado del metro Châtelet, porque un amigo que decía que conocía París me dijo que había comprado allí, pero sólo había argelinos de quince años montando en skate. Aún así le pregunté a uno y me dijo que sí, que me lo traía enseguida. A los cinco minutos volvió con eso diciéndome, treinta euros, rápido que viene la policia, les flics, les flics, cuando le pagué me lo dio y me dijo que corriera, me monté en el metro y, claro, no abrí esta mierda hasta llegar aquí. Ese es el problema de no conocer bien una ciudad. Amigo mío, tenemos que aprender dónde se mueve de verdad la droga en París.

Me limité a encogerme de hombros, dando a entender que no tenía ni idea de cómo empezar, mientras por dentro reflexionaba sobre varias cosas que Francesco acababa de decir: me preguntaba cual sería el término correcto para decir hachís en francés, quizá era hash como en inglés, pero si queríamos comprarlo tendríamos que aprender otra palabra más coloquial, si decíamos “hachís” nos iban a tomar siempre por turistas; e intentaba memorizar la palabra que había utilizado para llamar a la policía, les flics, esa sí que era una buena palabra coloquial a la que podíamos sacar partido. Como vio que no contestaba, Francesco continuó hablando o reflexionando en voz alta.

- A grandes males, grandes soluciones. Vamos a ir a buscar la droga a la boca del lobo. In Bocca Al Luppo, my friend.

Saint Dennis era el primer barrio de París que me habían aconsejado que no visitara de noche. Su arquitectura es lo más parecido a las torres de Baltimore que aparecen en The Wire, pero claro, yo entonces no pensaba eso porque aún no había visto The wire. Una vez allí empecé a sentirme como el típico blanco despistado que se interna en los guetos de los negros en una película americana. La gente nos miraba con una sonrisa que a mí me parecía que decía: “cuando menos lo esperéis, quizá mientras estáis mirando mi estúpida sonrisa, os vais a llevar una puñalada por detrás, o un botellazo en la cabeza.” Al final llegamos a un parque en el que había un grupo de jóvenes, todos negros, sentados sin que pareciesen hacer nada en concreto. Francesco, que simulaba estar muy resuelto aunque yo tenía la impresión de que cada gesto suyo rechinaba en aquel ambiente, preguntó directamente “¿dónde se compra aquí hachís?”

Los negros comenzaron a reír entre ellos y a comentar cosas en algo que supongo que era francés, pero que yo no entendía. Entonces, uno dijo:

- Dadme a mí el dinero que yo os traigo.

Francesco no dudó un instante y le entregó todo el dinero que llevaba. Yo ya estaba pensando que había que despedirse de ese dinero. Entonces el que había hablado se fue y los demás se levantaron del banco y nos rodearon. Encima de robarnos nos iban a pegar, por tontos, porque había que ser muy tontos. Después de unos minutos eternos, sin embargo, el del dinero volvió con un paquete. Se lo entregó a Francesco y éste lo abrió allí mismo. Esto sí era hachís.

- Vosotros vais a la Universidad ¿verdad?- Nos dijo entonces el que había traído el paquete.
Francesco y yo nos miramos.
- Se supone, sí.
- De vez en cuando.
- Es por si podíais ayudarme a vender esto por allí, con comisión para vosotros, por supuesto.- Y nos entregó otro paquete, más grande, mucho más grande que el que acabábamos de pagar.

Y así es como encontré mi primer trabajo en Francia.








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