sábado, 24 de enero de 2009

Dos



(Venimos de aquí)

2

Anoche ví a Escritor Famoso por la tele. Fue en uno de esos programas culturales de la madrugada que casi nadie ve, estaba cambiando de canal intentando dormirme con las teletiendas o encontrar porno en alguna local cuando lo ví, con las gafas de sol puestas y aplastando cigarros como Bob Dylan en el año 65. Hablaba como si estuviera en el lado salvaje de la vida, “fuego sordo”, decía, y no pude sino pensar que todos los hombres somos patéticos, imitando fachadas que hemos visto en algún lugar para esconder nuestro vacío, sin comprender que esas fachadas copiadas son realmente el vacío, el más intenso de todos los vacíos. Pensé también que Escritor Famoso no habría escuchado un disco de Bob Dylan en toda su vida, y eso me molestó.

Esta mañana le he llamado por teléfono:

- Anoche me imitabas por la tele. Esa forma de hablar tras las gafas de sol, esa forma de aplastar los cigarrillos… Ése soy yo. Estabas imitando mi estilo.
- ¿Estilo? ¿De qué me estás hablando, hombre? ¿Por salir fumando en televisión crees que imito tus estúpidos gestos? ¿Eres la única persona en el mundo que fuma?
- Soy la única persona en el mundo que apaga los cigarrillos así.
- Estoy alucinando, de tanto intentar comportarte como un tío raro has acabado convirtiéndote en un tío raro y demente.
- No sólo creo que imites mis gestos. Quiero leer la novela. Es decir, quiero leer las partes que has escrito tú. Estoy seguro de que también me imitas al escribir, de que esa novela es más mía que tuya

Me ha colgado.


lunes, 19 de enero de 2009

Hábitos extraños



Con algo de retraso, respondo al juego propuesto por el gran Güilloboy. Cinco extraños hábitos que tengo:

1. En los restaurantes siempre me siento de cara a la puerta de entrada. Si por cualquier cosa me veo obligado a sentarme de espaldas, me pongo nervioso y de mal humor. Lo peor de esta manía es que hace dos años descubrí que a mi padre le pasa exactamente igual, y nunca nos lo habíamos contado. La neurosis está en los genes.

2. Siempre leo varios libros a la vez. Esto es normal, supongo, aunque yo tengo la mala costumbre de ir dejándolos todos por cualquier parte: la cocina, el cuarto de baño, debajo del asiento del coche... Todo pasa mientras me agacho a coger los libros que caen de mis bolsillos.

3. Tomo la coca-cola con mucho hielo. Me gusta aguada. Esto me convierte en un ser humano despreciable, lo sé.

4. Éste es un hábito viejo, que enfurece a Marta y que ha propiciado abundantes bromas sobre mi persona y mi sex appeal: siempre duermo con calcetines, incluso en agosto. Puedo prescindir del pijama, no de los calcetines.

5. Ya no escucho música cuando escribo. Antes sí, siempre, ponía Kind of Blue, por ejemplo, e intentaba apropiarme de su ritmo. Imitaba la bobalicona imagen del escritor bohemio, fumando y escuchando jazz mientras teclea. Ahora nada, silencio absoluto. Necesito mi propio ritmo, supongo.

Se supone que debo designar a cinco bloggers más para que sigan el juego, pero no me gusta mucho dar órdenes, así que si a alguien de entre mis fieles lectores le parece divertido y le apetece, espero que se sienta libre de publicar su cinco hábitos extraños, en comentarios o en su blog. Yo desde luego me lo he pasado pipa redactándolos.

miércoles, 7 de enero de 2009

Atraco


Una vez sufrí un atraco, aunque no debería usar esa palabra porque no creo que se ajuste realmente a lo que me sucedió. Por atraco imaginamos a un individuo armado que amenaza a otro para que le dé algo que lleva encima. En esta situación, el atracado siempre tiene la posibilidad de elegir: resistirse o entregar lo que le piden, intentar ser un héroe o actuar como un cobarde, ser calculador y sopesar el riesgo con las pérdidas o ser imprudente e impulsivo. Yo, sin embargo, no tuve elección alguna, porque no tuve tiempo de darme cuenta de que me estaban atracando. Digamos entonces que sufrí un asalto. Era tarde, alrededor de las tres de la madrugada, salía de casa de unos amigos donde había estado cenando y bebiendo y charlando agradablemente. Llevaba tres libros bajo el brazo, uno prestado por mi anfitrión y los otros dos devueltos por éste. De repente me golpearon en la nuca con algo (un hierro, un bate, una porra, imposible saberlo ya), con tal fuerza que caí de bruces. Una vez en el suelo me dieron una patada en la cara que me rompió dos dientes y me hizo perder el conocimiento (Días después el dentista me colocó dos prótesis donde aún sangraba la herida, lo que hace que a día de hoy mis incisivos se vean ennegrecidos). Cuando desperté estaba solo en la calle, los atracadores me habían dado la vuelta y dejado boca arriba. Se habían llevado la cartera que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta, el reloj y el móvil. Dejaron los tres libros. Eran los Cuadernos de Valéry, La subasta del lote 49 de Pynchon y Bartleby y compañía de Vila-Matas. Lo primero que hice al levantarme fue recogerlos, como el adolescente que se cae con todos los papeles del instituto delante de sus compañeros, después me dí cuenta de que me habían robado. Desde entonces esos tres libros me recuerdan el atraco. Sé que todo es azar, que no hay vínculo posible entre ellos y la mala suerte, pero no puedo evitar preguntarme si todo habría sucedido igual si hubiese llevado otros libros, si al unirse los tres bajo mi brazo no conjuraron algún tipo de energía que provocó la desgracia. Sé que es absurdo, y sin embargo no puedo evitar pensar que si, por ejemplo, en vez de haber tomado los Cuadernos de Valéry hubiese elegido otro libro, más del agrado de mi anfitrión, me habría entretenido unos minutos hablando con él de ese libro y mis agresores hubiesen pasado de largo en su ronda nocturna. Los he releído buscando alguna señal, algún indicio del atraco en sus páginas, sé que es imposible y aun así no los puedo leer de otra forma. A veces me pregunto también si los atracadores sabían qué libros eran, si antes de darme la vuelta y echar mano a mi cartera se detuvieron a curiosear los títulos y convinieron que no los necesitaban, si conocían a los autores o creyeron que me había merecido los golpes por ellos. Me hubiese gustado, para dar más sentido a todo esto, llevar uno de Raymond Chandler.

lunes, 5 de enero de 2009




A los ojos de un parisino de verdad debía de parecer un idiota mirando la nieve embobado, pero yo no me sentía para nada idiota porque aquella era la primera vez que veía nevar, y porque además conmigo había un alemán y un sueco mirando también embobados (desconozco las razones por las que aquellos dos no se sentían idiotas). Permanecíamos los tres sin hablar, mirando al cielo y bebiendo latas de cerveza caliente en la puerta del edificio donde tenía alquilada una habitación y donde casi todo el mundo era extranjero. Se nos acercó un chico de mi edad, bajo, moreno, con el pelo como Bob Dylan en 1975, con una camisa bien planchada que no pegaba con el pelo y con unas bolsas de papel de McDonald. Después de observarnos a los tres unos segundos pareció fijarse exclusivamente en mí.

- ¿Italiano?- Me preguntó.
- No, español.
- Es lo mismo, vente a mi habitación a hablar de fútbol.

Sin decir nada más entró al edificio y yo le seguí sin despedirme de mis silenciosos compañeros nórdicos. La verdad es que me apetecía hablar de fútbol y de todos modos tenía que coger más cerveza.

Una vez en su habitación descubrí que ésta era igual de miserable que la mía, aunque la había organizado de forma que parecía habitable, casi acogedora. No sabría explicar qué me produjo esta sensación: quizá era la pared empapelada con un color madera, quizá la pequeña alfombra a los pies de la cama… Me ofreció una de las bolsas de McDonald, dentro había un menú infantil, “los españoles también cenáis tarde, como los italianos.” Y dicho esto abrió la suya, que también contenía un menú infantil, y se puso a cenar a las dos de la mañana.

Se llamaba Francesco, era de Sicilia, aunque había pasado los cuatro últimos años viviendo en Milán. Decía que había llegado a París huyendo de un desengaño amoroso, pero a mí nunca me pareció un tipo que pudiera sufrir por amor y ni mucho menos un tipo que huyera. Hablamos un poco de fútbol, era rossonero hasta la muerte, me dijo que el Milán era mucho mejor club que el Real Madrid y se decepcionó cuando no intenté contradecirle, porque el Real Madrid me daba igual.

- No entiendo como puede haber un español que no sea del Real Madrid, si es lo más grande que tenéis. Es como si yo, siendo italiano, me hago del Nápoles.
- Es que deberías ser del Nápoles, o por lo menos del Palermo, que son mucho más simpáticos que el Milán.

No entendía el calificativo simpático aplicado a un equipo. Era obvio que teníamos diferentes visiones del fútbol. Cambiamos de tema.

Después de un rato hablando, justo en uno de esos intervalos en una conversación en los que un tema parece agotado y aún no ha surgido el siguiente que le dará relevo, abrió un cajón de su escritorio y me lanzó lo que parecía un trozo de corteza de árbol envuelto en papel de aluminio.

- ¿Y esto?- le pregunté después de morderlo y comprobar que efectivamente era un trozo de corteza de árbol.
- Se suponía que iba a ser hachís- Él no dijo hachís, lo dijo en inglés, hash.- pero me engañaron. Aún no sé dónde comprar buenos porros en esta ciudad. Fui a la Place des Innocents, al lado del metro Châtelet, porque un amigo que decía que conocía París me dijo que había comprado allí, pero sólo había argelinos de quince años montando en skate. Aún así le pregunté a uno y me dijo que sí, que me lo traía enseguida. A los cinco minutos volvió con eso diciéndome, treinta euros, rápido que viene la policia, les flics, les flics, cuando le pagué me lo dio y me dijo que corriera, me monté en el metro y, claro, no abrí esta mierda hasta llegar aquí. Ese es el problema de no conocer bien una ciudad. Amigo mío, tenemos que aprender dónde se mueve de verdad la droga en París.

Me limité a encogerme de hombros, dando a entender que no tenía ni idea de cómo empezar, mientras por dentro reflexionaba sobre varias cosas que Francesco acababa de decir: me preguntaba cual sería el término correcto para decir hachís en francés, quizá era hash como en inglés, pero si queríamos comprarlo tendríamos que aprender otra palabra más coloquial, si decíamos “hachís” nos iban a tomar siempre por turistas; e intentaba memorizar la palabra que había utilizado para llamar a la policía, les flics, esa sí que era una buena palabra coloquial a la que podíamos sacar partido. Como vio que no contestaba, Francesco continuó hablando o reflexionando en voz alta.

- A grandes males, grandes soluciones. Vamos a ir a buscar la droga a la boca del lobo. In Bocca Al Luppo, my friend.

Saint Dennis era el primer barrio de París que me habían aconsejado que no visitara de noche. Su arquitectura es lo más parecido a las torres de Baltimore que aparecen en The Wire, pero claro, yo entonces no pensaba eso porque aún no había visto The wire. Una vez allí empecé a sentirme como el típico blanco despistado que se interna en los guetos de los negros en una película americana. La gente nos miraba con una sonrisa que a mí me parecía que decía: “cuando menos lo esperéis, quizá mientras estáis mirando mi estúpida sonrisa, os vais a llevar una puñalada por detrás, o un botellazo en la cabeza.” Al final llegamos a un parque en el que había un grupo de jóvenes, todos negros, sentados sin que pareciesen hacer nada en concreto. Francesco, que simulaba estar muy resuelto aunque yo tenía la impresión de que cada gesto suyo rechinaba en aquel ambiente, preguntó directamente “¿dónde se compra aquí hachís?”

Los negros comenzaron a reír entre ellos y a comentar cosas en algo que supongo que era francés, pero que yo no entendía. Entonces, uno dijo:

- Dadme a mí el dinero que yo os traigo.

Francesco no dudó un instante y le entregó todo el dinero que llevaba. Yo ya estaba pensando que había que despedirse de ese dinero. Entonces el que había hablado se fue y los demás se levantaron del banco y nos rodearon. Encima de robarnos nos iban a pegar, por tontos, porque había que ser muy tontos. Después de unos minutos eternos, sin embargo, el del dinero volvió con un paquete. Se lo entregó a Francesco y éste lo abrió allí mismo. Esto sí era hachís.

- Vosotros vais a la Universidad ¿verdad?- Nos dijo entonces el que había traído el paquete.
Francesco y yo nos miramos.
- Se supone, sí.
- De vez en cuando.
- Es por si podíais ayudarme a vender esto por allí, con comisión para vosotros, por supuesto.- Y nos entregó otro paquete, más grande, mucho más grande que el que acabábamos de pagar.

Y así es como encontré mi primer trabajo en Francia.