jueves, 25 de septiembre de 2008

Ausencia




ESTE sueño, que acabo de soñar y en cuyo tenue borde te hiciste no visible, limita con la nada.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Nos encontramos en Londres, en la Tate Modern, ambos mirando el mismo cuadro, ignorando cada uno a la persona que tenía al lado, hasta descubrirlo de soslayo, volver la cabeza y mirarnos de frente. La sorpresa congeló el momento y sólo dijimos banalidades, qué pequeño es el mundo, dos mil kilómetros de distancia y nos encontramos aquí, qué casualidad. Alguien pudo haber dicho, pero no lo hicimos, aquello de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas. Yo pude haber dicho, pero no lo hice, que ninguna otra persona además de nosotros hubiera reparado en ese cuadro: una muchacha leyendo sola en una habitación de hotel, un cuadro que ni siquiera pertenecía a ese museo, un cuadro que significaba otra cosa para ti y para mí. Pude haber dicho, pero no lo hice, que había venido solamente para verlo, que cuando me enteré de la exposición decidí tomar el Eurostar y cruzar el canal de la Mancha, que había llegado aquella tarde y probablemente me iría esa noche porque no me había preocupado ni de buscar hotel. Pude haber dicho, pero no lo hice, que aquella era la última tentativa de una absurda búsqueda consistente en intentar ver el mundo con tus ojos, que me movía por París intentando ser tú, tratando de adivinar qué lugares disfrutarías visitando: iba al cine a ver películas que, pensaba, podrían gustarte, a bares y a conciertos que respondían a tus aficiones, a plazas y a jardines desde los que se veían los atardeceres más blancos. Mis pistas fueron los discos que dejaste, los libros o películas de los que habíamos hablado. Poco a poco fui dibujando el fantasmal mapa de una ciudad que habrías amado. Cuando empecé a creer que ya no podías vivir allí, que era imposible no haberte encontrado en ningún sitio siendo tú, amplié el radio de búsqueda. Empecé a intentar construir el mundo con tus recuerdos.

Pero lo más absurdo de esa búsqueda era hablar con conocidos y no preguntar por ti, no usar el teléfono y llamar y preguntar dónde estás. Y lo más casual de aquel encuentro fue no decir nada, poner cara de sorprendido y quedarme callado hablando del tamaño del mundo.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Punto y coma

Es agradable ser negro de un escritor famoso, él paga siempre los cafés y yo escribo las mayores paridas que he escrito nunca. Cuando se las doy, las ojea por encima y asiente, “esto no es lo que te pedí pero está bien, sólo tendré que hacer unos retoques”, y yo emito una carcajada ahogada, dando a entender que sé que no va a cambiar nada porque eso le supondría trabajo. Nos solemos citar en lugares donde uno nunca espera encontrar a un escritor famoso, cafeterías de los centros comerciales en el extrarradio y sitios así. Me gusta hacerle rabiar sacando a vista de todo el mundo los folios escritos y el diskette con el archivo de Word (siempre le doy las dos cosas, así se ahorra tener que copiarlo a mano en su ordenador). Me pide entonces que sea más disimulado y mira a su alrededor por si alguien le ha reconocido. “Ni que te estuviera pasando speed, gilipollas”. Mientras estoy con él fumo todo el tiempo y llevo las gafas de sol puestas, como queriendo reprocharle que yo vivo aún en el lado salvaje y él es un aburguesado farsante que se prostituye con su traje a medida, aunque ambos sabemos que las fiestas con cocaína y prostitutas se las pega él, que yo sólo puedo permitirme el tabaco y el Alprazolan con receta de vez en cuando.

El otro día le pregunté por qué venía él a entrevistarse conmigo y no su editor o su agente o algún desgraciado becario de la editorial y, resoplando como diciendo está bien voy a ser sincero, me dijo que en su editorial no sabían que contaba con mis servicios (me gustó lo de mis servicios, me hizo sentirme como 007), que no lo sabían ni siquiera su agente ni su mujer, que lo hacía por la falta de tiempo, los plazos de entrega, etc, que su método de trabajo consistía en idear la estructura de una novela y encargarme a mí las partes menos importantes para así centrarse él en las otras. “No, si ahora resulta que la novela la vas a haber escrito tú de verdad”, le dije entonces, y cuando vi su cara de enfado tuve que relajar la situación como se relajan las situaciones con todos los escritores, halagándolo: “oye, pues estoy deseando leer tus partes importantes.” “En cualquier caso”, volví a decir después de un silencio, aplastando un cigarrillo como había visto hacerlo a Bob Dylan en vídeos del año 65, “deberías contarlo en tu editorial, esto es muy común hoy en día, no se van a sentir engañados. Las mismas editoriales suelen tener sus propios negros, puedes decirles que me interesa estar en plantilla, que me sale muy bien el estilo de Cela.”
“Cela está muerto.”
“Pues mejor, hombre, no se encuentra una obra póstuma de Cela todos los días.”

Y así me van las cosas, yo cuento a todo el mundo que soy negro del escritor famoso y la gente se ríe, aunque pocos me toman en serio. He llegado incluso a estamparme una camiseta que dice: “Soy el negro de Escritor Famoso”, y debajo sale el logotipo de Dharma, que no tiene nada que ver con el escritor famoso pero me parece divertido. Lo mejor es cuando me encuentro con algún fan y éste se enfada por el mero hecho de insinuar que su Escritor Famoso usa (cuenta con los servicios de) negros. “Esas cosas se descubren enseguida, no es tan fácil imitar el estilo de alguien.” Yo respondo que qué es el estilo, que para la mayoría de escritores el estilo se limita a elegir si usan el punto y coma o no.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Llevaba ya mucho tiempo sin escribir y me alegra comprobar que sigue haciéndose igual: una palabra detrás de otra, paso a paso, guiándose más por el ritmo que por el sentido, hasta que se embala uno y se deja caer en esa tela de araña que, aunque lo parezca, no es lineal ni por asomo.

(Bien pensado, igual dejé de escribir por esta sensación de vacío.)

martes, 9 de septiembre de 2008

Vanguardia y terrorismo


En 1919 Marcel Duchamp compró una postal de la Gioconda en el museo del Louvre, le pintó bigotes y perilla con un rotulador, escribió una broma grosera en su margen inferior (L.H.O.O.Q, que se leería en francés como Elle a chaud au cul) y la presentó como un nuevo objeto artístico. Fue un acto típicamente dadá, equivalente a decir: ya no nos sirven los viejos cánones del mundo racional, no creemos en la belleza ni la moral de los ancianos, despreciamos la herencia de la Cultura con ridículas mayúsculas, y nuestro desprecio se manifiesta en la burla, la risa es nuestra rebeldía.

A finales de los cincuenta el grupo de artistas y pensadores autodenominado Internacional Situacionista se sintió inspirado por aquella obra de Duchamp. Proclamaban su intención de acabar con la cultura occidental, de abolir ese solipsismo en el que desembocaba todo racionalismo. Iban a construir un nuevo mundo no basado en números y leyes (bajo las multiplicaciones sangre de pato), sino en la diversión y la poesía. Fueron los ideólogos del mayo del 68 francés, aquella revolución en la que pareció que iba a pasar algo, pero tras la que todo siguió igual, excepto que algunos camorristas parisinos se ganaron fama de intelectuales de izquierda y plazas de catedráticos. Los situacionistas llegaron a estar considerados como un grupo terrorista, pero su ataque al orden establecido se realizó en el campo de juego de las vanguardias: las tertulias en los cafés de la banlieu, los panfletos repartidos en las universidades, las revistas literarias con proclamas incendiarias.

Hubo un situacionista que sí traspasó ese límite entre la vanguardia y el terrorismo: fue Ivan Chtcheglov. A comienzos de la década de los cincuenta él veía la Torre Eiffel como símbolo de la monstruosa ciudad moderna. La sociedad capitalista construía su control del individuo mediante el aburrimiento y pequeñas dosis de controlado ocio (la televisión, las vacaciones haciendo inofensivo turismo…). Para Chtcheglov, la torre era un amasijo de hierros antiestético (y la ciudad situacionista estaría presidida por una nueva belleza) y, además, era la máxima muestra del adormecedor ocio moderno, un trofeo para turistas (foto y a casa). La policía encontró en su buhardilla suficientes explosivos preparados para hacer detonar la Torre entera.

En 1989, en la película Batman de Tim Burton, el personaje del Joker, interpretado por Jack Nicholson, irrumpe en un museo para pintar con spray sobre los óleos de los grandes maestros. En un homenaje muy consciente a Duchamp, pinta un bigote sobre un Degas, emborrona un Rembrandt y finalmente se planta frente a un Bacon, lo observa unos segundos y dice a sus esbirros: “éste no lo toquéis, me gusta como está.”

domingo, 7 de septiembre de 2008

Jeff Tweedy

Anoche fui a ver a Jeff Tweedy al auditorio de Murcia. Era la quinta vez que lo veía, la segunda sin Wilco, así que llegué y me senté como quien va a ver a alguien de su familia. Y lo de familia no es sólo por la frecuencia con que lo veo, sino porque se ha convertido en uno de esos artistas, como Bob Dylan, los Simpson o Roberto Bolaño, que han ejercido tanta influencia en mi vida como mi padre o un buen maestro. Quién sería yo sin Jeff Tweedy, quién sería yo sin los Simpson, quién sería yo sin Roberto Bolaño…

jueves, 4 de septiembre de 2008

Una vez recorrí los 378 kms que separan París de Nantes en el Fiat Panda de una chica alemana. Fue lo más cerca que he estado en mi vida de comprobar empíricamente la teoría de la relatividad de Einstein, es decir: el tiempo entre dos eventos medido por dos observadores no coincide, sino que depende del estado de movimiento relativo entre los dos observadores. Esta chica alemana se empeñaba en difundir la noble tradición de su pueblo de no tener límite de velocidad en las autopistas, de tal modo que dentro del Fiat Panda se generaba una dimensión independiente en la que el tiempo transcurría de forma distinta al resto del mundo. Para empezar aquel coche, por el sonido de su motor y por los estratos de mierda en sus alfombrillas, debía de tener unos ciento veinte años. Como el Fiat Panda empezó a fabricarse en Italia en el año 1980 sólo se me ocurría que se trataba de un Panda del futuro: es decir, un Panda fabricado en 1980 pero que, gracias a la capacidad germánica de superar la velocidad de la luz y encontrar agujeros de gusano, llevaba ciento treinta años viajando en el tiempo hacia delante y hacia atrás. Además, en la radio la chica llevaba un cassette con una música que sonaba exactamente igual al soul de la Motown de los años 60, pero cantado en alemán. Yo no paraba de preguntarme en qué extraño universo paralelo la Motown había grabado sus éxitos en alemán, quizá en uno en que Hitler ganó la Segunda Guerra Mundial. En cualquier caso no tenía tiempo de temer por mi vida porque estaba ocupado preguntándome si al bajar del coche se notaría que había envejecido mucho menos que la gente que había parado a echar gasolina o simplemente había respetado las leyes del continuo espacio-tiempo. Cuando llegamos a Nantes lo primero que se me ocurrió fue ir corriendo a una casa de apuestas nacional para apostar por el resultado del partido Paris Saint Germain- Auxerre, que yo ya había visto antes de salir de París y que estaba a punto de comenzar entonces. Por desgracia todo el mundo esperaba un cero a cero sin necesidad de viajar en el tiempo y mis ganancias no fueron muy grandes, pero dieron para pagar la gasolina del Panda.

Vivir para contarla

Pensando en episodios de mi vida dignos de ser rememorados en una novela o en una peli me he acordado de una vez en que me quedé encerrado en el ascensor de un parking con una mujer embarazada. Parecía una mala teleserie americana. Tras las llamadas de auxilio pertinentes se me ocurrió hacer la broma y dije a la mujer que no se preocupara, que si tenía que dar a luz yo la ayudaba. Ella sonrió y me dijo que era muy poco probable, que estaba sólo de seis meses. A los diez minutos o así el ascensor se puso en marcha otra vez y los dos pudimos salir. Nos despedimos y yo me quedé parado en la puerta del ascensor, pensando en que mi aventura había sido demasiado pequeña para considerarse digna de ser contada. Pero ahora se me ocurre que, visto desde fuera, yo debía de tener un aspecto como en esa peli de cine negro en la que al final el protagonista comprende que la verdad es demasiado amplia (o demasiado compleja, demasiado ambigua, demasiado monstruosa) para ser comprendida y se queda fumando, mirando al vacío con cara de resignación o de pobre idiota.

martes, 2 de septiembre de 2008

Resulta que yo ya escribía un blog y hasta me iba bien con él. Quiero decir, yo escribía todas esas cosas corrientes que se le ocurren a uno en los atascos o paseando al perro y había un pequeño grupo de gente que tenía la deferencia de leerme y a veces hasta de contestarme. No iba a hacerme rico ni famoso, pero como tampoco he sido nunca una persona ambiciosa me bastaba con evitar a mis amigos el tener que soportar mis largas disertaciones sobre la vida de Brian Wilson cuando me tomo dos cervezas. Reservaba ese suplicio para la gente de Internet y estaba satisfecho.

Y sin embargo un día, no sé por qué, miré al blog con otros ojos y me pareció lo más absurdo del mundo, una cosa despegada de la realidad y totalmente innecesaria. La consecuencia de esto fue que lo dejé morir lentamente, como cortándole la respiración asistida. Ni por todo el dinero del mundo hubiera sido capaz de escribir una línea más en aquel lugar que ya no hablaba de mí. Y ahí se ha quedado.

Sin embargo, casi diez meses después, se me ocurre que mi mayor problema no es hablar de mí o no hablar de mí, que en cualquier caso aunque escriba sobre mí estoy mintiendo y aunque escriba sobre otros estoy reflejándome en ellos, es decir, intentando hablar de mí, pero como es imposible hablar de mí, porque todo es mentira, la única conclusión posible es que estamos (escribiendo y leyendo) sobre el vacío, estamos tejiendo una tela de araña sobre el inmenso vacío que es tu nombre, mi nombre. Y eso es agradable.

Se me ocurre ahora que quizá mi único problema era querer ser Flaubert y que Flaubert, como todo el mundo sabe, era un amargado.