domingo, 12 de mayo de 2013

La única mancha




Si las cosas fuesen de otra forma te daría las gracias. En otras circunstancias, otra profesión, otro universo donde no hiciese falta guardar las apariencias con este rigor, dejaría la pistola en el suelo y me abrazaría a ti. Tú me hiciste quien soy, y todo a ti te debo. No en plan fanático, como Bruce Wayne con el Joker (y ahora se me ocurre con vergüenza que aquí, agazapado en la oscuridad, me estoy comportando exactamente como el psicótico Bruce Wayne disfrazado de Batman), sino de un modo mucho más práctico, más realista: en base a ti construí mi imagen, la persona que soy para el resto del mundo.  La verdad es que no me importa a quién matases hace ya treinta años. Ni siquiera recuerdo a mi madre.  Mi vida comienza en casa de mis tíos, con cuatro o cinco años, en uno de esos pueblos castellanos perdidos en la nada, donde todo el mundo se conoce y los inviernos son tan duros que el colegio está casi siempre cerrado por la nieve.  Era difícil no tener una infancia feliz en un lugar así.   Por supuesto se encargaron muy bien de enseñarme quién eras tú y qué habías hecho, por qué yo estaba viviendo con mis tíos y no con mi madre. Me explicaron con pelos y señales cómo encontraron su cuerpo (cómo lo encontré yo en el suelo de la cocina con apenas tres años, pero de eso no me acuerdo), me inculcaron que aunque estabas preso, aunque jamás saldrías de la celda en la que te estabas pudriendo, eras un ser que había que temer y odiar. Y claro que te odiaba, pero más bien como se odia a los nazis de los libros de historia o al equipo de fútbol de la ciudad vecina, algo que enfurece a todo el mundo pero que se percibe lejano, que no ocupa demasiado tiempo en la cabeza.  Pronto me di cuenta de que se esperaba de mí que interpretase un papel, el de chico martirizado, el del pasado tormentoso.  Pronto me di cuenta también de que ese papel me podía reportar enormes beneficios. Con las mujeres, por ejemplo, que adoran esa figura de huérfano desvalido, de maldito con demasiados fantasmas al que ellas pueden salvar. Y para mi profesión, claro, un escritor de novelas negras con una historia de violencia a sus espaldas. Para los críticos y los periodistas yo era un regalo caído del cielo, les encanta que todo sea tan evidente, que la verdad sea tan sencilla. Era lógico que yo escribiese sobre crímenes y asesinatos, incluso parecía tener potestad para hacerlo, como si lo que yo dijese fuera más válido que lo que dijese cualquier otro. Y encima no ponía reparos para hablar de ti, cuando me preguntaban en las tertulias o en las entrevistas decía todo lo que ellos quisieran saber.  De esta forma descubrí que el perdón es algo que no queda bien en literatura, que no podía hablar como si me diese igual o decir que ya no me acordaba de tu crimen. Perfeccioné entonces una respuesta que me situaba en el equilibrio imposible entre el liberal biempensante y el hombre abrumado por el odio, les decía que teóricamente estaba en contra de la pena de muerte, pero que en tu caso era incapaz de no desearla, que aunque estuvieses entre rejas y probablemente nunca volvieras a ver la luz del sol, me torturaba la idea de que ambos viviésemos en el mismo planeta.  Todos asentían como si entendiesen, como si les pareciese totalmente aceptable. Menuda tontería, si estaba clarísimo que no vivíamos en el mismo planeta.

viernes, 11 de enero de 2013

Camareros




“Yo no soy racista pero… es que ellos no son humanos.  No entiendo por qué debemos considerarlos así, a los zombis.  No me molestó cuando el tendero de la esquina dejó de ser Juan para ser Pèi Pèi, ni cuando los taxistas empezaron a llamarse todos Said.  No soy racista, pero cuando vienes a un restaurante y el camarero está echando espuma por la boca, cuando eres incapaz de entenderle porque sólo emite gruñidos, cuando las manos con las que te sirve la comida están en proceso de descomposición… ¿Rechazarías a tu madre si se convierte un día en un zombi? Me preguntan quienes presumes de tolerarlos, esos defiendelotodo buscando causas perdidas.  Si mi madre algún día se convierte en zombi será porque le ha mordido algún zombi. ¿No dicen que están controlados? ¿No están haciendo su agosto los mataderos vendiéndoles cerebro de caballo? Pues éste no para de mirarme el cuello, no sé si para morderme o para robarme el collar, que por cierto me lo regaló Luis por nuestro aniversario, tiene que costar un pastón.  Digo que no extrañaría que además de necrófagos fuesen ladrones.  Carmen, la de Ortega, que siempre presume de ser de izquierdas, ya me dirás tú el mérito que tiene eso, contrató a uno como asistenta. Supongo que necesitaba demostrar lo magnánima que es, como si su tolerancia y solidaridad no tuvieran límites, ni siquiera con los muertos.  Lo tuvo que despedir al mes porque le robaba las pieles.  Toda una colección de abrigos preciosos  desapareció en cuestión de días.  Al principio pensaron que se los comía, que de alguna forma le recordaban a animales vivos e intentaba alimentarse con ellos, pero qué va, saben muy bien cuando algo está vivo, cuando está crudo y es apetecible para ellos.   Simplemente se los robaba. Terminaba su jornada y antes de marcharse entraba en el dormitorio de Carmen, abría el armario  y se marchaba con un abrigo puesto.  Los encontraron todos en un contenedor dos calles más abajo.  Inservibles, claro, manchados de sangre y con un olor repugnante imposible de quitar.