martes, 10 de febrero de 2009

Original


El otro día estaba viendo fotos de Tassili n’Ajjer y se me ocurrió un relato ambientado en el Sahara que no creo que cuelgue aquí porque es descaradamente borgiano. Se trata de un libre plagio de un cuento de Las mil y una noches, y creo que es por eso que ha acabado resultando descaradamente borgiano.

Curiosidad número uno: me molesta copiar a Borges pero no copiar Las mil y una noches (quizá el mundo no necesita más imitadores de Borges y sí más relatos de aventuras).

Curiosidad número dos: cualquier cosa de Las mil y una noches me recuerda a Borges. Leo Las mil y una noches como si fuesen obra de Borges, no puedo evitarlo.

Esto, claro, se relaciona con aquel ensayo de Borges sobre los precursores, sobre cómo cada escritor elige a sus predecesores e incluso les influye, influye en la lectura que nosotros haremos de gente que nació un siglo antes que ellos.

(Ejemplos de Borges para ilustrar esta tesis: Kierkegaard, León Bloy o Robert Browning son kafkianos aun siendo anteriores en el tiempo a Kafka. Kafka influye en nuestra lectura.)

Borges escribió Las mil y una noches mil años antes de nacer Borges.


El otro día empaquetando libros descubrí una nota mía de hace un millón de años. Creo que es de cuando leía a Harold Bloom y a los deconstructivistas norteamericanos, de cuando Harold Bloom era un deconstructivista norteamericano, por aquello de la angustia de influencias, etc. Dice así:

La evolución de las especies se produce a través de las mutaciones, es decir, a través de individuos enfermos que perpetúan su genética sobre la de los demás.

La evolución del arte se produce a través del error. La originalidad es la copia mal hecha que acaba perpetuándose.

Lo curioso de todo esto es que no estoy muy seguro de pensar eso, ni siquiera estoy seguro de haberlo pensado alguna vez. ¿Por qué lo escribí? Quizá porque tenía ritmo, porque aparentemente tenía un sentido.

Ahora mismo escribo todo esto porque no me da la gana de colgar mi relato.

Y punto.

domingo, 1 de febrero de 2009

Mil años



Pues anoche estaba yo con unos viejos amigos cenando y bebiendo y hablando de cosas de esas de las que hablan los viejos amigos, cuando a alguien, maldito, se le ocurrió sacar fotos de hace mil años y allí estaba yo, con el pelo largo, una camiseta de Nirvana y una sonrisa de idiota que me hizo, de tan tierno, caerme bien al instante. Después de los típicos mira éste, cómo ha engordado, o éste está mejor ahora, qué pintas, y de recordar durante un rato las penurias que pasábamos por todo y lo importante que era todo, lo jodidamente importante que era sobre todo la amistad, más que la familia, los estudios, el dinero o cualquier mierda, después de todo eso los demás pasaron a otro tema de conversación menos melancólico y yo me quedé con la foto entre las manos, mirándome y pensado que yo era un tío simpático con dieciocho años, y pensando también que en casa no tengo fotos mías con dieciocho años, que en mi vida habré tenido unas diez cámaras y habré hecho un millón de fotos que nunca han atestiguado mi pasado, que para encontrar esos pedazos de historia tengo que ir a casas de amigos. M. debió de verme tristón y se me sentó en las rodillas y me dijo al oído no te preocupes, si tú eres de los que han mejorado con los años, y yo le di un inocente beso en el cuello, inocente porque para mí estaba cargado de obscenidad y para ella era el beso de un amigo tristón que le estaba diciendo tienes razón, debo de estar entrando en una de esas crisis menopáusicas, inocente porque yo sabía que era imposible y sin embargo pretendía que ella se diese cuenta a través del beso de que no quería que se levantase de mis rodillas, de que le quería abrir la camisa y besarle igual los pezones y el vientre. Entonces esa distancia de eones entre lo que yo deseaba y lo que en realidad estaba transmitiendo a M., mi vieja amiga intentando animarme, me hizo sentirme melancólico, esta vez sí, melancólico de verdad, incomunicado entre aquella gente que me conocía desde que tenía el pelo largo y una sonrisa tierna e idiota. Así que esperé a que M. dejase de decirme cosas amistosas y sólo amistosas en el oído, apuré mi copa de un trago, me levanté y me dispuse a irme en ese preciso momento, pensando en buscar a cualquier otra mujer que no me conociese desde hacía mil años y que fuese capaz de interpretar mis besos como monstruosamente obscenos, cuando alguien que me vio gritó sonriendo que hacía lo mismo que siempre, me escabullía de la fiesta cuando nadie se daba cuenta. No pude sino decir sonriendo que no había cambiado nada.

En la calle llamé a R., otro viejo amigo al que sin embargo mis viejos amigos nunca llaman, supongo que por su vida más bien disoluta y su afición, entre otras cosas, a la cocaína. R siempre está contento de hablar conmigo porque una vez fui un fiel compañero de juergas. Me citó en un bar donde, dijo, ya llevaba horas bebiendo, nos sentamos frente a frente y seguimos, una copa tras otra. De vez en cuando R. se levantaba para ir al aseo a esnifar, y cada vez que lo hacía me preguntaba si yo no quería, hay un tipo de gente que necesita compartir sus vicios para sentirse menos culpable. R. no me habló del pasado, no me habló de cómo éramos hace un millón de años, en lugar de eso disertó sobre estúpidos negocios con los que va a ganarse la vida, todos ilegales y bastante absurdos, contrabando de nosequé, reventa de nosecuántos, robar a nosequién... Pensé con desprecio que R. no habla del pasado porque sigue allí, sigue siendo igual que cuando teníamos dieciocho años, aunque después de formular estas palabras deseé seguir yo también allí, en el pasado, no en sus dieciocho años, que son los dieciocho de un tonto, sino en los míos, más plácidos y felices. Cuando me cansé de escucharle le corté bruscamente, le dije vámonos de putas, y él se estuvo riendo un buen rato para incomodidad mía, riendo a carcajadas sordas y desagradables, hasta que al final me contestó que no, que ya no quería hacer esas cosas. Buena parte de mis teorías de aquella noche se desmoronaron. Esperé el tiempo suficiente para no quedar mal, terminé la copa y me fui.

Estuve un buen rato en la puerta de un club de alterne. Nunca había entrado solo en uno, no quise hacerlo. Me marché.

Era ya de día cuando he entrado en casa, y aún así la luz no ha impedido que fuese tropezando con los muebles. Me siento en la cocina y abro una cerveza, la última, me digo, y saco el móvil e intento escribir un mensaje de texto para M., primero escribo tú también has mejorado con los años, pero luego pienso que a M, no le interesa saber eso a las ocho de la mañana, así que borro y tecleo: No te levantes de mis rodillas, quiero seguir besándote pero antes de terminar ya sé que estoy muy borracho y que no voy a enviar ese mensaje. Apago el móvil y pienso que esta noche he atravesado demasiadas puertas, que ya estoy cansado de atravesar puertas y entrar en habitaciones en las que nunca encuentro a nadie. Entonces me levanto y me doy cuenta de que estoy aún más borracho, cojo libreta y bolígrafo como hace mucho tiempo y me pongo a escribir con la luz de este amanecer. Escribo para M. aunque no emplee la segunda persona. Le digo: “Pues anoche estaba yo con unos viejos amigos…” y sé que cuando termine no quedarán más puertas y seguiré solo, que M. leerá esta carta y pensará que es otro cuento, ficción inofensiva con la que intento ganarme la vida, y que, en cualquier caso, M. es otra M., que soy un viejo amigo y nada de lo que escriba hay que tomarlo en serio. Se me ocurre entonces que la única forma de hacer real este cuento, la única forma de que M. entienda lo que quiero decir, es rubricarlo con una buena firma, darle un punto y final que haga ver que es algo más que literatura, saltar por esa ventana por ejemplo, coger carrerilla, cerrar los ojos y esperar que el beso del suelo me devuelva la sonrisa de hace mil años.