miércoles, 1 de octubre de 2008

El quince de marzo de 2004 yo estaba en la línea dos (la azul) del metro de París acompañando a una amiga que buscaba la cafetería donde, todos los jueves por la mañana, Alejandro Jodorowsky leía el tarot a quien quisiera. Teníamos que llegar temprano porque, según mi amiga, siempre había un reguero de peregrinos, sobre todo chilenos, mexicanos y españoles, esperando a que les leyeran su vida. Yo no creía en el tarot, pero iba pensando todo el tiempo en El Topo, una película que a los diecisiete años me había parecido muy importante pero que había olvidado hasta esa misma mañana, cuando mi amiga me pidió que la acompañara. Pensaba en El Topo y pensaba en los muslos de la chica con quien la había visto. Entonces me tragaba películas del todo incomprensibles por estar cerca de unos muslos, me dije a mí mismo en el metro, y de vez en cuando miraba de reojo los muslos de la otra chica a través de la oscuridad chirriante de los túneles de París. Estos segundos muslos, los del tarot, los miraba por costumbre, no estaba allí sentado para mirarlos o para tenerlos cerca. Estaba allí sentado porque aquella chica era mi amiga y porque ir a que nos echaran las cartas me parecía un plan lo suficientemente extravagante como para emplear una mañana. Con la chica del Topo nunca conseguí nada. (Pensaba en todas las mujeres con las que nunca había conseguido nada. Pensaba en un monje budista quemándose en las puertas de la embajada de Estados Unidos). Habíamos cogido el metro en Villiers, teníamos que bajarnos en Ménilmontant; el viaje no podía llevarnos más de media hora, pero yo ya estaba repasando mi vida y pensando en las protestas contra la guerra de Vietnam. Comenté a mi amiga que podíamos parar en Barbès-Rochechouart a almorzar, pero me contestó que ni hablar, que cuanto antes llegásemos mejor. Yo me empezaba a impacientar. ¿Media hora? Se me ocurrió que todo aquello era un sueño con interpretación alegórica, que éramos dos peregrinos atravesando el desierto (un desierto negro y ruidoso) para encontrar al gran Mago de Oz, que el viaje sería larguísimo y al llegar descubriríamos que el Mago era un fraude, que la magia estaba en nosotros y que el camino nos habría ayudado a encontrarla. (Pigalle). ¿Media hora? Pensé entonces que no había alegoría posible, que todo era mentira, que el viaje sería eterno y nunca nos bajaríamos del tren.

2 comentarios:

reginorey dijo...

Mis encuentros con Alejandro Jodorowsky se limitan a colocar en las estanterías sus libros. Por lo que leo en las solapas y alguna entrevista que he visto de él, he llegado a la conclusión que lo único que sabe hacer este hombre es hablar bien, nada más, al menos supera a la mayoría de ma/gos/gas/marrachos/as que andan por las revistillas y cadenas de televisión. Si es por unos muslos, merece la pena, pero que él sólo sea la anécdota, nada más. ¡A otro con los cuentos!

José Lorente dijo...

Yo del Jodorowsky artista me cansé hace tiempo. El Topo es una película mala que se puso de moda entre estudiantes universitarios fumados porque parecía muy profunda. Los comics de Moebius no los he leído.

Al Jodorowsky personaje no lo frecuento, ni ganas.

Un saludo, Re.