sábado, 11 de octubre de 2008

Jesús



Vi a Jesús. Vi al bendito niño Jesús que se me acercaba desnudo y con los brazos abiertos. De su entrepierna surgía un resplandor de oro puro que le tapaba las vergüenzas de tan brillante que era. No pude sostener su mirada limpia y profunda: lo miraba a él unos segundos y después tenía que bajar los ojos para mirarme las rodillas (estaba de rodillas en el suelo). Mucho antes de que empezase a hablar yo ya estaba llorando, lloraba porque estaba viendo al niño Jesús, pero cuando empezó a hablar (con una voz de abismo que no era la de un niño, era la voz de un dios) me estremecí, comencé a gemir como un perrito y creo que hasta me meé encima. “Manuel”, me dijo, y seguramente fue entonces cuando me meé, porque hacía años que nadie me llamaba Manuel, todos me llamaban Sarita. “Manuel, qué estás haciendo con tu vida.” Aquí quise hablar y contestar, no lo sé niño Jesús, estoy perdida, pero no me salió la voz. Entonces comprendí que no había terminado de hablar, que aquélla era una pregunta retórica y que a Dios no se le contesta. “Manuel endereza tu vida, aún estás a tiempo.”

Cuando desperté aún estaba en los baños de la gasolinera de Juan, que me deja siempre las llaves para trabajar, pero el tío al que se la estaba chupando, un hombre de unos cincuenta años muy simpático llamado Matías, se había ido. Me extrañó que Matías me hubiera dejado tirado así, era un hombre muy bueno que venía todos los lunes a que se la chupara. Normalmente se preocupaba por mi vida, me preguntaba si me hacía falta algo y pagaba muy bien. Dejé allí la peluca y los tacones y me fui andando descalzo a casa.

Sabía que en casa no lo entenderían, que se iban a reír de mí. No me importaba: les conté a todas que había visto al niño Jesús y que me había conminado a cambiar de vida, que a partir del día siguiente volvería a ser Manolo y que iba a ser una buena cristiana. Cristiano. “Sarita, lo que a ti te ha pasado”, me dijo Reichel, “es que te has metido demasiado Speed.” Sonreí. “Puede ser. Pero Dios está en todas partes. También en el Speed.” Y después Xena, con esa boca de veneno que tiene, “A ver bonita, por qué Jesús quiere que tú te salves y nosotras le damos igual. Que yo sepa aquí cagamos y meamos todas y no creo que tú seas mejor. Qué tienes tú de distinto.” Xena, puta envidiosa.

Al día siguiente me puse la poca ropa de hombre que me quedaba (unos vaqueros no muy ajustados y una camiseta del día de la bici de El Corte Inglés) y salí a la calle a buscar una Iglesia donde purificarme. Contaría al cura mi larga lista de pecados y le diría que estaba a total y entera disposición suya para dar mi vida a Dios. Caminé durante horas y pasé por la puerta de varias iglesias. Me paraba frente a sus puertas pero no entraba. En aquel momento no entendía por qué, pero aquellas no eran mis iglesias. Dios tenía su plan medido al dedillo. A la cuarta o quinta iglesia que encontré volví a ver al niño Jesús, esta vez pintado en la fachada. Era exactamente la misma imagen que se me había aparecido la noche anterior: el niño dios con los brazos alzados y su entrepierna luminosa. Si aquello no era una señal que bajase Dios y me lo explicara mejor.

Me costó unos segundos habituarme a la poca luz del interior de la iglesia. Pude ver la silueta de un hombre en una escalera reparando algo en la pared. Le pregunté si era él el cura y, sin hablarme, se limitó a señalar a otra silueta negra que estaba barriendo el altar. Me acerqué al altar y a la silueta a la vez que mis pupilas se iban dilatando. “Señor cura”, dije, y la silueta se giró para mirarme y entonces pude verlo de frente. Me acordé de las palabras de Xena. Ya lo entendía todo. Efectivamente, a Dios le importaba un comino si yo me salvaba o no. Yo sólo era una oveja descarriada de los miles de millones de ovejas descarriadas que hay en el mundo, no podía preocuparse por mí en particular. Sin embargo, aquél era un caso distinto: el pastor se había descarriado, era el guía el que estaba perdido y podía acabar tirando a todo su rebaño por un precipicio. Dios se me había aparecido no para salvarme, sino para que le ayudase a salvar a su pastor, el pastor era importante y yo no.

Me acerqué a él con los brazos abiertos, como si yo fuese el niño dios, y le grité: “Matías ¿por qué te fuiste anoche?”.


No hay comentarios: