“Yo no soy racista pero… es que ellos no
son humanos. No entiendo por qué debemos
considerarlos así, a los zombis. No me
molestó cuando el tendero de la esquina dejó de ser Juan para ser Pèi Pèi, ni
cuando los taxistas empezaron a llamarse todos Said. No soy racista, pero cuando vienes a un
restaurante y el camarero está echando espuma por la boca, cuando eres incapaz
de entenderle porque sólo emite gruñidos, cuando las manos con las que te sirve
la comida están en proceso de descomposición… ¿Rechazarías a tu madre si se
convierte un día en un zombi? Me preguntan quienes presumes de tolerarlos, esos
defiendelotodo buscando causas perdidas.
Si mi madre algún día se convierte en zombi será porque le ha mordido
algún zombi. ¿No dicen que están controlados? ¿No están haciendo su agosto los
mataderos vendiéndoles cerebro de caballo? Pues éste no para de mirarme el
cuello, no sé si para morderme o para robarme el collar, que por cierto me lo
regaló Luis por nuestro aniversario, tiene que costar un pastón. Digo que no extrañaría que además de
necrófagos fuesen ladrones. Carmen, la
de Ortega, que siempre presume de ser de izquierdas, ya me dirás tú el mérito
que tiene eso, contrató a uno como asistenta. Supongo que necesitaba demostrar
lo magnánima que es, como si su tolerancia y solidaridad no tuvieran límites,
ni siquiera con los muertos. Lo tuvo que
despedir al mes porque le robaba las pieles.
Toda una colección de abrigos preciosos
desapareció en cuestión de días.
Al principio pensaron que se los comía, que de alguna forma le recordaban
a animales vivos e intentaba alimentarse con ellos, pero qué va, saben muy bien
cuando algo está vivo, cuando está crudo y es apetecible para ellos. Simplemente se los robaba. Terminaba su
jornada y antes de marcharse entraba en el dormitorio de Carmen, abría el
armario y se marchaba con un abrigo
puesto. Los encontraron todos en un
contenedor dos calles más abajo.
Inservibles, claro, manchados de sangre y con un olor repugnante
imposible de quitar.
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