Si las cosas fuesen de otra forma te daría las
gracias. En otras circunstancias, otra profesión, otro universo donde no
hiciese falta guardar las apariencias con este rigor, dejaría la pistola en el
suelo y me abrazaría a ti. Tú me hiciste quien soy, y todo a ti te debo. No en
plan fanático, como Bruce Wayne con el Joker (y ahora se me ocurre con
vergüenza que aquí, agazapado en la oscuridad, me estoy comportando exactamente
como el psicótico Bruce Wayne disfrazado de Batman), sino de un modo mucho más
práctico, más realista: en base a ti construí mi imagen, la persona que soy
para el resto del mundo. La verdad es
que no me importa a quién matases hace ya treinta años. Ni siquiera recuerdo a
mi madre. Mi vida comienza en casa de
mis tíos, con cuatro o cinco años, en uno de esos pueblos castellanos perdidos
en la nada, donde todo el mundo se conoce y los inviernos son tan duros que el
colegio está casi siempre cerrado por la nieve.
Era difícil no tener una infancia feliz en un lugar así. Por supuesto se encargaron muy bien de
enseñarme quién eras tú y qué habías hecho, por qué yo estaba viviendo con mis
tíos y no con mi madre. Me explicaron con pelos y señales cómo encontraron su
cuerpo (cómo lo encontré yo en el suelo de la cocina con apenas tres años, pero
de eso no me acuerdo), me inculcaron que aunque estabas preso, aunque jamás
saldrías de la celda en la que te estabas pudriendo, eras un ser que había que
temer y odiar. Y claro que te odiaba, pero más bien como se odia a los nazis de
los libros de historia o al equipo de fútbol de la ciudad vecina, algo que
enfurece a todo el mundo pero que se percibe lejano, que no ocupa demasiado
tiempo en la cabeza. Pronto me di cuenta
de que se esperaba de mí que interpretase un papel, el de chico martirizado, el
del pasado tormentoso. Pronto me di
cuenta también de que ese papel me podía reportar enormes beneficios. Con las
mujeres, por ejemplo, que adoran esa figura
de huérfano desvalido, de maldito con demasiados fantasmas al que ellas pueden
salvar. Y para mi profesión, claro, un escritor de novelas negras con una
historia de violencia a sus espaldas. Para los críticos y los periodistas yo
era un regalo caído del cielo, les encanta que todo sea tan evidente, que la
verdad sea tan sencilla. Era lógico que yo escribiese sobre crímenes y
asesinatos, incluso parecía tener potestad para hacerlo, como si lo que yo
dijese fuera más válido que lo que dijese cualquier otro. Y encima no ponía
reparos para hablar de ti, cuando me preguntaban en las tertulias o en las entrevistas
decía todo lo que ellos quisieran saber. De esta forma descubrí que el perdón es algo
que no queda bien en literatura, que no podía hablar como si me diese igual o
decir que ya no me acordaba de tu crimen. Perfeccioné entonces una respuesta
que me situaba en el equilibrio imposible entre el liberal biempensante y el
hombre abrumado por el odio, les decía que teóricamente estaba en contra de la
pena de muerte, pero que en tu caso era incapaz de no desearla, que aunque
estuvieses entre rejas y probablemente nunca volvieras a ver la luz del sol, me
torturaba la idea de que ambos viviésemos en el mismo planeta. Todos asentían como si entendiesen, como si
les pareciese totalmente aceptable. Menuda tontería, si estaba clarísimo que no
vivíamos en el mismo planeta.
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