miércoles, 17 de diciembre de 2008

Casi conocí a una casi famosa



Una noche del pasado verano fui a dar, no sé cómo ni por qué, a la inauguración de una de esas discotecas con aspiraciones moderno-ibicencas que proliferan en la costa, el tipo de sitio donde no te dejan entrar con deportivas pero sí con sandalias. Habían contratado, supongo que como reclamo o promoción, a una medio famosa que había sido novia de alguien o aparecido en algún gran hermano, o quizá las dos cosas. No recuerdo su nombre (no es que quiera salvaguardar su identidad ni nada parecido, es que realmente no recuerdo su nombre) pero creo que me explico bien si digo que era uno de esos personajes que pululan por nuestra televisión sin oficio ni mérito conocido.

Tampoco sé por qué, pero al avanzar la noche me deslicé junto a ella en la barra donde estaba sin hacer nada (pese a ser “famosa” y el supuesto reclamo de la discoteca parecía llamar poco la atención de la gente). Nuestra conversación se centró, precisamente, en su condición de reclamo humano. Supe así que aquel era su único ingreso, que inauguraba o visitaba discotecas casi a diario y que cobraba por ello poco más que una camarera, que sus apariciones en televisión eran últimamente poco frecuentes y rara vez remuneradas, que tenía que compartir piso con una auxiliar de dentista para permitirse un alquiler en Madrid. No sé si llegué a sorprenderme por aquellas revelaciones pero mientras la miraba (tenía el pecho operado y un rostro extraño) tuve ganas de preguntarle si no creía que este mundo estaba enfermo, que nuestros conceptos de triunfo y de persona que debía ser admirada eran erróneos hasta lo malsano, ya antes cuando el triunfador era el tipo con poder y dinero, y ahora cuando el digno de admiración es el que solamente sale por la tele, sin importar si no tiene absolutamente nada o si su vida es un completo desastre. Quise decirle todo eso, pero en su lugar la invité a otra copa (supongo que hice un poco el primo porque en su contrato estarían incluidas las copas), aguanté un par de silencios incómodos, me di tiempo suficiente para empezar a sentirme perdido en aquel lugar y me marché a casa con cara de idiota.

Y ahora se me ocurre que un lector atento y antiguo de este blog se puede estar preguntando por qué todas mis historias acaban igual, siempre sin concluir, como si nada pasase en ellas, y conmigo pasmado con cara de idiota. Y se me ocurre que a lo mejor mi vida es así, que me paso el día viendo cómo suceden las cosas nimias con cara de idiota. O a lo mejor, sólo a lo mejor, mientras veo las cosas nimias convertirse en monstruos mi cara resulta ser la de un idiota.

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